“El eterno retorno es tan cierto como la gravedad”, le había dicho, hace poco, su nuevo amigo. Ahora le sonaba terriblemente cierto, cuando volvía a ese mismo aeropuerto, a esa misma sala, a esa misma silla en la que se había sentado tiempo atrás, con ese mismo miedo tan lleno de posibilidades. A pesar del tiempo, nada estaba resuelto. Las mismas mamás lidiaban con sus bebés, los mismos señores trabajaban en sus portátiles, ¿haciendo qué? Los ejecutivos se reproducen como peces. Si fuera tan importante, no lo habrían dejado para una sala de espera, para un lugar de lejanía, de gente perdida en los cronogramas que les marcan sus celulares, todos tan en lo suyo, tan al abismo, tan al borde de una tragedia. Un aeropuerto es una intersección, un viraje de una vida, un punto de quiebre. Allí se queda, para siempre, el recuerdo de los que te despiden, como una fotografía, como un espectro que se une con otros miles de espectros creando, juntos, ese ambiente helado y emotivo, atrapado en el tiempo, en las dimensiones. Aunque las víctimas no son los que se van sino los que viven en estos lugares inciertos, los que trabajan allí, condenados a ver a todos partir mientras ellos se quedan, obligados a movilizarse en horarios irrisorios, en transporte público, por trayectos eternos, para llegar al extrarradio, donde el sonido de los aviones no es tan molesto. Por fortuna están las maletas, flotantes, con sus cuatro ruedas que giran 360 grados, las escaleras eléctricas, las donas, y ese maravilloso olor a café, a jugo de naranja y a sándwiches caros, que nos hace creer que todo fluye, que todo funciona, que somos importantes: la única especie sin alas que puede volar. Pronto tocaremos el cielo, superaremos las aves, atravesaremos las nubes y jugaremos con ellas, como si fueran comestibles, abullonadas, masticables. Parece que cuando tomamos un vuelo sabemos exactamente hacia dónde ir, aunque nuestra vida sea terriblemente incierta.