El trauma hace parte de la vida de todos. A diferentes grados. Todos andamos con un pequeño niño congelado en el tiempo. Está vivo adentro y tiene más injerencia en nuestras vidas de lo que creemos. Es curioso: para ser un fenómeno tan común, es poco lo que nos gusta hablar de las heridas. Lo hacemos cuando toca, cuando se nos crecieron y de repente tenemos la crisis encima. Pero principalmente, evadimos o negamos el hecho de que adentro viven dolores antiguos, y frecuentemente son estos los que más influyen en nuestras llamadas decisiones adultas.

Trauma es sufrimiento. Eso es lo que creemos. Y es cierto. El trauma hace que generemos identidades y escudos de protección. Podemos tornarnos ansiosos, perfeccionistas, over achivers o personas que no saben poner límites. Podemos cortar relación con el cuerpo y comenzar a vivir desde la cabeza porque la corporalidad se siente peligrosa. Sin duda, sé que ahí, desde ese momento en que desalojamos el cuerpo, empiezan muchos de los problemas con la comida. El trauma lo recuerda el cuerpo, esta archivado en partes del cerebro como la amígdala y el hipocampo. Se revive en cada célula si aun no ha sido tramitado.

En todo caso, hay otras dimensiones del trauma. El dolor como una puerta y un maestro. Es la oportunidad para darnos a nosotros mismos lo que no recibimos de niños. Podemos ser nuestros propios madre y padre, podemos hacernos sentir a salvo en un proceso de reconquista que toma tiempo, pero que será el viaje más importante de nuestras vidas. Es un asunto de alquimia: de repente, las heridas son los maestros, y solo a través de ellas podemos acceder a niveles de integración jamás sospechados.

Porque el trauma es ruptura. Es partirnos en mil pedazos cuando la amenaza era el abandono, la separación o el desamparo. Es decir, morir. Pero ahora, como adultos, podemos usar todos los recursos de la vida para volver a unir las partes y darnos otro mensaje: la vida nos sostiene, somos fuertes, somos capaces, somos suficientes.

 

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