Oscilar entre todo o nada. Entre hacer las cosas impecablemente, o zafarse de todo autocontrol y elegir el desastre. Suena agotante, y lo es. Pendular de un lado al otro es la realidad para todas aquellas mujeres que pelean diariamente con su alimentación. Hablo de romper una dieta con un bocado de más y gracias a ese “desliz”, darse permiso para comer como si no hubiera un mañana. Comer sin pensar y sin estar; simplemente, comer por comer. Comer para reencontrarse con algo, como una especie de liberación, un éxtasis. Cuando la tensión del control se revienta (siempre lo hace), llega una nueva y liberadora oportunidad, con su alta dosis de alimentos “prohibidos”, culpa y vergüenza. Hablo de comer rápido y, muchas veces, a escondidas. De comer ponqué viejo y seco y pasarlo con todo el paquete de galletas.
Pero hacer esas cosas no es un gran misterio. Ninguna mujer que tenga atracones es deficiente de ninguna manera. Simplemente, es una faceta natural de la estricta auto vigilancia. En mi opinión, el control y el atracón son caras de una misma moneda. Una clienta me dice, mi atracón me sirve para no pensar. La entiendo. A veces, pensamos demasiado.
A nadie le gusta decir que tiene atracones. No son glamurosos. El autocontrol es mejor visto. Pero la realidad es que nadie está en control. Al menos no el tipo de control que inútilmente perseguimos. El único control posible viene de confiar, qué gran paradoja. Ese control es más como una declaración de fe, que cualquier otra cosa. De creer en la vida y en uno mismo. Es saber que todo está bien, que sabremos manejar cada situación, independientemente de lo que pase en los ires y venires de la vida.
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