Vivir en la mente es peligroso porque es un lugar de escenarios poco probables y angustias sin fundamento. La mente es un maravilloso instrumento, sí. Pero cuando vives ahí, necesariamente, se te volvió jefe.

Para salir de la mente, entra al cuerpo. Ahí viven las emociones. Ellas fluyen y te abandonan cuando les has dado un espacio vital para ser sentidas. Son parte de nuestro legado evolutivo, te mueven a la acción. Pero, cuando las emociones – que son el lenguaje del cuerpo – se intentan vivir desde la mente, quedan atrapadas. Te llenas de emociones que son como un rio, pero no fluye. Por ejemplo, si el miedo no se vive en el cuerpo, la mente toma el mando. Inventa historias y escala el miedo. Su propósito: alejarte. Lo hará, a punta de fantasías.

Sin embargo, el gran riesgo de vivir el miedo así, es que, a veces, lo que necesitas no es alejarte, sino sostener el miedo y enfrentarlo.

Así que siente el corazón, como late fuertemente. Se seca la garganta y se hace un nudo en el estómago. Quédate con eso que sientes, y vívelo enterito porque ya pasará.

El cuerpo es tu aliado, a cada momento. Se diseñó para sentir. Sabe exactamente cómo hacerlo. Sabe profundizar en duelos y en dichas. Sabe que necesitas y cuando lo necesitas y cómo.

Pero las mujeres no vivimos en nuestro cuerpo. Nos vamos recurrentemente. Me recuerda de Glennon Melton Doyle cuando dice: las mujeres tratan de amar a los hombres con su mente, pero ellos no viven ahí, y los hombres tratan de amar a las mujeres con su cuerpo, pero ellas no viven ahí. Es cierto. Ahí radica gran parte del problema entre hombres y mujeres y sus intentos por quererse.

La buena noticia es que nunca es tarde para vivir en el cuerpo y preguntarle qué necesita. Puedes empezar hoy. Para y revisa qué sientes. Dale un minuto de tu tiempo a practicar oírlo. Estará dichoso de conversar.

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