Hace unas semanas, decidí probar algo nuevo. Me bañé con agua helada, unos minutos. Me llamó la atención cómo, al apagar el agua, el cuerpo reaccionó y generó calor. Un calor distinto. Se siente muy adentro y genera una especie de bienestar. 
 
Toda mi vida, me he bañado con agua hirviendo. Siempre he dicho que soy friolenta y no soporto el frio. Por eso, adoraba mi agua caliente. Me quedaba debajo del chorro y quería vivir ahí. Jamás imagine que hubiera otra manera de bañarse o de reconsiderar el termostato de mi cuerpo.  
 
Bañarse con agua fría tiene muchos beneficios. Fortalece la circulación y el sistema inmune. Mejora el sueño, reduce la inflamación y el estrés y balancea las hormonas. No es coincidencia que un hombre como Wim Hof incluya la terapia del frio dentro de sus pilares para lograr toda suerte de proezas físicas.  
 
Desde que empecé ese día a explorar con agua fría, he sostenido mi práctica en cada ducha que tomo. Aparte de los beneficios en salud, otra cosa llama mi atención. 
 
Exploro mi resistencia a dejar la comodidad y también la importancia de hacer cosas que no quiero hacer. Que importante. Es problemática, nuestra obsesión con la comodidad. Nos aleja afrontar la vida con todo lo que trae.

Aunque ya conozco los beneficios, nunca quiero encontrarme con el agua fría. Cuando lo hago, veo como solo es un segundo de incomodidad lo más difícil. Una vez la prendes, rápidamente te adaptas. Pero esa resistencia inicial es un umbral complejo que nos disuade. Como humanos, no subestimemos nuestra aversión al malestar, es una característica evolutiva que nos acompaña siempre.
 
En todo caso, el agua fría me muestra muchas cosas de mi cuerpo y de mi mente. Me despierta a todo tipo de sensaciones corporales y a reflexiones profundas sobre mis mecanismo de protección más automáticos

Continuaré con mi practica porque el agua fría me acuerda lo que significa tener un cuerpo vivo y una mente capaz de flexibilizarse ante cualquier situación.

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