A mi hijo le encantan los dulces, tiene casi 4 años y adora comer cualquier cosa con azúcar y que se le derrita en las manos y en la boca. Le gustan las gomas, los helados, los chocolates, las cocadas. Un día, le compré un bon bon bum y me senté a verlo comérselo. Se demoro un rato largo porque daba unas chupadas y volvía a poner el envoltorio.

Yo no me como un bon bon bum porque no lo disfruto así. Y aunque sé que ningún cuerpo necesita una chupeta morada, también sé que somos más que cuerpo. Hay algo bueno que pasa cuando nos deleitamos a semejante nivel. Debo decir que no me como un bon bon bum pero sí un hojaldre de chocolate; me lo como despacio, como una niña que se le olvida el tiempo.

Cuando quiero que mi hijo no quiera comerse un bon bon bum, me estoy generando un sufrimiento que sobra. No estoy confiando en que él sabrá alimentarse y regularse; estoy creyendo que lo sé todo porque he leído sobre la insulina. Pero si le muestro lo vasto y genial del mundo de la comida, él podrá navegarlo porque confiará en sus instintos, y en su derecho al placer. A sus pocos años, él también adora las aceitunas y se las come con todo, y también tiene una clara disposición a probar alimentos nuevos, desde ostras hasta saurkraut. Eso cuenta.

Como coach de nutrición, he tenido impulsos por prohibirle cosas que no le aportan, pero después caigo en cuenta sobre lo limitada que es mi noción sobre lo que aporta y lo que no.

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