Pepa, hipocorístico de Josefa, ha acompañado a mi madre desde su infancia. Su dulzura, infinito corazón y tierno tamaño andino, le valieron el diminutivo de Pepita, mote cariñoso y a la vez irónico si se piensa que lleva más de dos décadas dependiendo de una serie de medicamentos, muchos en píldoras o ‘pepas’, que le han permitido navegar y llevar con entereza y fortaleza, una enfermedad que hasta ahora no tiene cura. A mi madre la diagnosticaron con esclerosis múltiple hace veinticinco años; una enfermedad auto-inmune del sistema nervioso central que puede afectar la movilidad, los sistemas digestivo, respiratorio, visual, auditivo y que en ocasiones, como en su caso, se presenta con dolor. Se especula que las causas pueden ir desde la alimentación, pasando por un virus, hasta defectos genéticos. Hoy en día, si es detectada a tiempo, la esclerosis múltiple puede sobrellevarse retardando el deterioro físico.

A Pepita, el dolor físico la ha acompañado, a veces en silencio, desde el diagnóstico de la enfermedad. Menos silencioso ha sido el deterioro de su movilidad. Desde que se estableció la causa de sus afecciones de salud hace más de veinte años, la investigación de tratamientos que hubiesen podido reducir los síntomas de la enfermedad y, en especial, manejar su dolor, se han visto limitados y controlados por el Estado. Situación que igualmente afecta las cerca de dos millones y medio de personas diagnosticadas con esclerosis múltiple en el mundo.

La obsesión de prohibir sustancias que potencialmente tienen usos distintos a los médicos, resulta en la restricción de producción y distribución de medicamentos que permiten el manejo del dolor y ofrecen tratamientos paliativos a sufrimientos relacionados con diversas enfermedades. Por ejemplo, el control estatal sobre los opiáceos limita y entorpece el acceso y consecución de medicamentos como la morfina u oxicondona, eficaces para el tratamiento de dolores crónicos o a la metadona que, bajo una regulación responsable, pueden reducir el daño de las adicciones a sustancias aún más fuertes como la heroína.

Un ejemplo aún más siniestro de los efectos de la restricción sobre la investigación y usos de nuevos medicamentos se evidencia en los tímidos avances de tratamientos para la epilepsia refractaria, padecida por cerca de 60 millones de personas en el mundo. Solo hasta cinco años atrás, iniciativas ciudadanas en Brasil, Chile, México y Colombia, han permitido la producción y distribución limitada de medicamentos elaborados a base de cannabis, que reducen los episodios de convulsiones, especialmente en niños y niñas. Iniciativas lideradas por grupos de aguerridas madres, quienes forcejeado con el fanatismo de la prohibición y exponiéndose a sanciones de la ley, buscan ofrecerle a sus hijos e hijas una vida digna y garantizarles el derecho que el Estado les ha vulnerado: la salud.

En enero de 2016 la Organización Mundial de la Salud, organismo de la ONU, estimó que el 83% de la población del mundo vive en países con muy poco o ningún acceso a medicinas controladas. Hace una semana, la Asamblea General de las Naciones Unidas se encontró en la sesión especial que suponía discutir el problema mundial de drogas ilícitas, idealmente para derribar barreras como estas. Sin embargo, nuevamente el mundo se subordinó a la fanática obsesión prohibicionista de países como Rusia, China, Irán, Indonesia, Estados Unidos y Perú, que desde la ideología prefieren sostener políticas encaminadas a suprimir un mercado de sustancias declaradas ilícitas en 1961, incluso cuando la convención firmada en ese año reconoce en su preámbulo, que el uso médico de narcóticos para reducir el sufrimiento derivado de enfermedades debe ser garantizado por los Estados miembros. Aún más, la dichosa convención, que varios países se resisten a reformar, estipula en repetidos apartes, que su fin último es la salud y el bienestar de la humanidad. ¡Paja! Como diríamos en Colombia, nada de esto es posible bajo el actual régimen de control de estupefacientes, que por ahora parece dejarnos a la suerte del sufrimiento.

Lo cierto es que la prohibición de narcóticos ha dejado desprovistos de paliativos para el manejo de diversas enfermedades y del dolor a más de la mitad de la población del planeta; los Estados han fallado en garantizar que personas con esclerosis múltiple, cáncer o epilepsia refractaria puedan atenuar los efectos de sus afecciones.

Aspiro a que el dolor no solo sea parte de las estadísticas y más bien nos recuerde la perversión de imponer la ideología sobre los derechos, lo que perpetúa el dolor de millones de luchadores como mi madre, la incasable Pepita.