Es usual que algunos días despierte con la misma duda: ¿vale la pena? Lo curioso es que cuando sucede, también aparecen respuestas como salidas de Dios, Buda, el universo o la naturaleza (para ser consecuente con este blog).
Algunas veces la respuesta ha sido confusa. Por ejemplo, hace unos días me preguntaba si valía la pena migrar de la ciudad al campo, no solo para cambiar de estilo de vida sino con el propósito de contribuir (o intentarlo) para mejorar las condiciones de comercialización de productos agrícolas, o para desarrollar proyectos de formación con colegios rurales. En ese momento, la respuesta fue conocer el audio en el que Magda Deyanira Ballestas, una profesora (líder social), con 32 años de servicio en Bolívar, se escuchaba siendo amenazada por un paramilitar. Creo que ya conocen la historia…
Bajo este panorama podría parecer que no vale la pena intentar liderar iniciativas que contribuyan a reducir la desigualdad, así sea en pequeña escala como lo hace una profesora, o en el campo, como es mi idea. Sin embargo, luego de una sencilla conversación pude entender que la respuesta no estaba en el audio de la maestra. Estaba en una conversación por WhatsApp.
Hace un tiempo conocí a María Elisa, una mujer cuya historia de exilio por temas políticos en Colombia puede representar a cientos o miles de personas (incluyendo ahora a la profesora Magda). Sin embargo, lo valioso de su historia es que, a pesar de esta situación, tras volver al país ha dedicado sus esfuerzos al campo, a promover la agricultura orgánica y a desarrollar actividades alternativas relacionadas con la tierra, la responsabilidad con la naturaleza, la formación de campesinos y a reforestar una zona devastada por las decisiones de quienes favorecieron el cultivo de pino y eucalipto en función de su rentabilidad. Contra la consecuencia que ella y muchos otros viven: escasez de agua.
Ese día, cuando me preguntaba si valía la pena esta idea que aún está en desarrollo, le pregunté a María Elisa cómo iba su nuevo proyecto. Ella, junto a un grupo de campesinos, lidera la iniciativa de una consulta popular para detener la explotación de las montañas, antes sofocadas por los árboles maderables y ahora por las excavadoras que buscan fosforita a pocos metros de los nacimientos de agua.
Luego de contarme los avances de su iniciativa y al transferirle esa duda que me aparece constantemente, encontré la respuesta. En el mensaje me decía: “Me siento bien haciendo parte de estos retos, así sean a veces un poco arriesgados, pero siento que es lo que debo hacer”.
Creo que no hay que pensar mucho para entender que esa respuesta no podía ser más humilde y clara. Sin pretensiones, sin adornos. Este es un país en el que intimidan y asesinan líderes sociales, que no son más que personas que hacen lo que deben hacer. Se necesita dejar de pensar, de debatir, de encerrarse en conflictos racionales, para aportar desde la acción, la emoción y la pasión.
Es increíble para mi, al menos, que otros citadinos como yo nos levantemos diariamente sin pensar en el origen de los recursos. Que nos preocupemos por el vestuario del día o por el trafico de la ciudad, mientras que personas como María Elisa se levantan a diario para trabajar, como pueden, para que nosotros sigamos en nuestro mundo citadino.
Claro, no se trata de culpar a quienes vivimos en el campo, sino de entender y valorar que personas como María Elisa defienden hoy el agua que nosotros consumimos en Bogotá, así como cientos de líderes defienden lo indefendible en lugares en donde esa es la única forma. Nosotros tenemos alternativas de elegir, otros no pueden hacerlo. Pero hay personas cuya elección ha sido ayudar, trabajar por los otros, aportar. No tienen que hacerlo, pero lo hacen.
Ese es el campo en el que quiero vivir. Esa es la historia que hace que toda esta aventura valga la pena.