Creí que visitar el glaciar del Cocuy era una posibilidad de despedirlo. Pero me encontré con que más que un final, este podría ser un nuevo inicio para pensar diferente, para conocer más lo que tenemos y, de algún modo, para que cada experiencia que contemos sobre los viajes que hagamos, también ayude a convertir las historias en acciones de transformación. Para que seamos más viajeros y menos turistas.
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Inhalo: uno, dos; exhalo: uno, dos, tres, cuatro. Repito: uno, dos; uno, dos, tres, cuatro. La última vez que llevé el ritmo de la respiración fue algunos metros abajo de la montaña cuando fácilmente llegaba a cuatro segundos inhalando y a seis o siete exhalando.
Ahora, en lo único que me puedo concentrar es en el latido del corazón que se siente en la cabeza: PUM PUM, PUM PUM… y aunque no duele, temo que en cualquier momento va a empezar. Agua -pensé- queda poca y la que traía preparada con suero, como habían recomendado la noche anterior, ya se había acabado. Ya no quiero bocadillo o galletas, ya no quiero más formas de tener energía y calorías. Quiero llegar, nada más, y aunque se ve claro el pico al que llaman el púlpito del Diablo, pareciera que el último tramo antes de alcanzarlo fuera eterno y por eso su nombre.
¿Para qué vine?, ¿para qué madrugar más que cualquier día en la semana?, PUM PUM, PUM PUM… caminar en zigzag hace un poco más sencillo el ascenso y ya falta menos de un kilómetro, PUM PUM, PUM PUM…respirar, concentrado en respirar: uno dos; uno, dos tres, PUM PUM, PUM PUM, PUM PUM… me va a estallar la cabeza.
Dos noches antes salimos de Bogotá en busca de lograr la cumbre de uno de los nevados de Colombia: el Cocuy. Antes de que no se pueda, pensé. Antes de que deje de existir. Una forma de despedida, de algún modo.
Los nevados, conocidos previamente como nieves perpetuas, al contrario de la eternidad que le atribuíamos, se han convertido en uno de los indicadores más evidentes del calentamiento del planeta. Por eso, la idea de conocer lo que otras generaciones no verán, contrarresta ahora con el reto de pasar de los 3.600 a los 5.050 metros sobre el nivel del mar en una caminata que se extiende por unas cinco horas. Iniciando en el subpáramo y pasando por el páramo, el súper páramo y de ahí, finalizando en un ascenso agotador hasta el glaciar.
Agotador, entre otras cosas, porque cada vez queda más lejos el borde de nieve como lo evidencian los montículos de rocas que han sido dispuestos por los locales para narrar su reducción que, años antes, llegaban hasta al menos un par de kilómetros atrás. Justo antes de que el corazón de caminantes como yo pareciera salirse.
Entonces, luego de esperar a algunos caminantes que empezaron a sentir la fatiga, a ayudarlos a llevar la respiración, mientras yo mismo intento no perder el ritmo… aparecen por fin los primeros visos de nieve. Entonces, con la poca concentración y voluntad, sigo avanzando y basta con alcanzar un par de metros más para que todo lo anterior, todo el cansancio, todos los kilómetros que me trajeron desde Bogotá hasta el Cocuy, haya valido la pena.
El Cocuy, o mejor, Villa de Nuestra Señora del Rosario de El Cocuy, es un municipio ubicado en Boyacá. Un pueblito pequeño que podría pensarse perfecto para una película de época. Fachadas tradicionales, puertas de madera de angostas y de baja altura, pisos y techos ondulados por el paso de los años, una iglesia en el centro que le da vida a la plaza principal; y tantas ruanas y sombreros como cortavientos, capas, gafas y gorros que surten a los negocios agrupados en las casas de la vía principal para dar la bienvenida a los turistas.
Porque el Cocuy, así como Güicán, o Chita, otros pueblos aledaños, se enorgullecen de ser los elegidos para albergar a la Sierra Nevada del Cocuy y aprovechan su oportunidad turística, aunque en realidad no quede en ninguno de ellos y la competencia por la promoción viajera genere discordias entre sus habitantes, límites no visibles y comentarios no tan amables.
Dos advertencias fueron claras desde el primer día de recorrido, que incluye un día de caminata de adaptación. Hidratarse para evitar el soroche (o mal de montaña), una condición que se puede generar por el cambio de presión atmosférica al cambiar de altura en poco tiempo, pero que se combate con preparación física, caminatas lentas e hidratación. La segunda vino como un baldado de agua fría para muchos, en esa noche helada: No pisar la nieve.
La capacidad máxima de visitantes diarios al nevado es de 306. Así que pensar en que 111.690 personas cada año lleguen con la idea típica, como la mía, de hacer ángeles en la nieve, jugar a lanzarla o escribir mensajes románticos empieza a tomar matices diferentes. Son tonterías sin sentido si se entiende que, si bien los guías no tienen certeza de que pisar la nieve pueda afectarla y acelerar el deshielo, tanto Parques Nacionales Naturales de Colombia como ellos, han acordado prohibirlo para evitar la confirmación de su hipótesis: una pisada quizás no afecte nada, pero ¿qué pasa si son miles?
Aunque el deshielo tenga diversas razones (y pese a que muchos sostengan que la intervención humana no es una de ellas), el impacto que puede significar evitar una simple pisada es suficientes para pensar que las ideas de turismo con las que solemos viajar a veces no tienen sentido, pero también que solo viajando es que logramos entenderlo. Es ahí cuando somos capaces de ver la realidad, reconocer los ecosistemas, hablar con las personas del lugar y replantearnos para ser conscientes.
Vivir experiencias inolvidables no solo se trata solo de contemplar y disfrutar los paisajes, de llegar a destinos para tomarnos fotos y subir a Instagram, o de chequear lugares o planes en la lista de lo que se vuelve popular. Basta escuchar las historia de cómo los turistas dejaban su basura en los senderos rumbo al Cocuy, por ejemplo, o armaban partidos de fútbol en la nieve (que además es sagrada para las comunidades indígenas de la zona), o cómo los nativos abrían camino hacia el cerro con caballos y mulas que le imprimían una carga más allá de las capacidades del suelo, para pensar en lo torpes que solemos ser con cosas tan simples. Pero también en lo afortunados que somos para evidenciarlo, compartirlo y hacerlo mejor.
En medio de la fatiga, tirado en el suelo rocoso con dolor en los pies y mirando de frente al glaciar, majestuoso, brillante y capaz de recibir el sol directo durante miles de años, entre algunas lágrimas solo pude pensar en lo afortunado de ese momento. Mis padres no pudieron verlo y llegar hasta ahí hoy sería inviable para ellos. Mis hijos (si llego a tenerlos) seguramente tendrán que subir muchos metros más (si es que aún existe) para ver la imagen del hielo que se mezcla entre blanco y azul, o para sentir el frío en medio de toneladas de hielo, y muchos amigos seguramente ni lo intentarían. En cambio yo estaba ahí, mirando, sintiendo el frío, entendiendo lo insignificantes que somos, y también lo nocivos, pero agradeciendo ese momento inigualable. Esa experiencia única que desde ahora siempre podré contar.
Esta situación, sin embargo, no solo se presenta en el Cocuy sino que se repite en diferentes escenarios y destinos ecosistemas. Un problema tan grande como el crecimiento de los turistas es su impacto y por eso hace un tiempo empezó a llamar mi atención la idea de la necesidad de combinar la sostenibilidad, la responsabilidad y la conciencia del rol del viajero.
Por eso, esta entrada se vuelca ahora a lo que ocurrió meses después de mirar de frente al nevado y como si fuera una respuesta no buscada, cuando conocí y pude hablar a quien me haría entender que, así como suele suceder con libros que revelan lo que uno ya ha pensado, eso que me imaginaba no sólo era posible, sino que ya existía.
Colombia inspira
Carlos Andrés Montoya (Caliche) es un ingeniero químico de profesión y viajero y fotógrafo por pasión a quien conocí hace un tiempo, pero con quien solo hablé hace unos días virtualmente al conocer detalles de lo que hacía.
Caliche es cocreador de Colombia Inspira, una agencia de turismo que busca rescatar, a través de sus viajes, lugares poco conocidos de nuestro país y que, tras varios años de operación, se volcó hacia el turismo regenerativo. Según lo define él, un turismo que reconoce el valor de nuestro país por su naturaleza, su cultura y la posibilidad de vivir experiencias únicas, mientras los viajeros pueden tener un rol más activo y de aporte.
“Lo que buscamos es que nuestros viajes permitan preguntarnos cómo podemos llevar una vida mucho más armoniosa con lo que somos. Es decir, tanto con nuestros hermanos, nuestras familias y seres cercanos, como con nuestro entorno, nuestra naturaleza y con cada uno de los seres que la habitan. Se trata de transformación de consciencia, se trata de amor por lo que las comunidades indígenas llaman, nuestra casa común”, asegura.
Consciencia que, cuando hablé con él, respondía a lo que meses antes me había cuestionado desde el glaciar y me hacía pensar en cómo actuar y hacer mejor las cosas. Porque, aunque no queramos, todo tiene un impacto y viajar no solo puede ayudar a reflexionar y entender, sino que, dadas las necesidades del mundo hoy, requiere que también ayude a movilizar procesos de conservación, comunitarios, culturales y pedagógicos. No basta con dejar de tirar papeles o afectar el entorno, se necesita involucrarse, contribuir con conocimiento y con acciones.
“El turismo convencional ha sido muy abrasivo, muy masivo. Se piensa mucho en el costo y en hacerlo económico pero no en el impacto que esto pueda traer. Es simple entenderlo al ver playas llenísimas de gente que deja su basura, o con grandes cadenas hoteleras que dejan de lado a las comunidades y generan un impacto negativo a nivel económico y social”, explicó.
Y como si no fuera suficiente, Caliche logró explicar, con otro ejemplo simple, lo que yo había vivido en el Cocuy frente al impacto de una simple pisada en la nieve.
“Si una persona se lleva una conchita inocentemente de una playa no pasa mucho, pero si eso sucede masivamente el impacto que empezamos a causar es inmenso. Ser conscientes en esa forma de relacionarnos con el entorno, como turistas, nos ayuda a cuestionar cuál es el rol de cada uno de los partícipes en el turismo. Desde el visitante, hasta la comunidad y el entorno. Entonces, el turismo regenerativo se trata de poner en el centro del turismo las relaciones entre los humanos y la naturaleza y con todo el entorno. Entenderlo y actuar con esa visión, nos permite cambiar todo”, detalló.
Por eso acciones simples, como pensar en la huella de carbono que implica viajar en un avión por la quema de combustible, pueden ayudarnos a considerar más escenarios locales como destino. Entender que la riqueza cultural de un país como el nuestro inspiró a Humboldt o a Cousteau, puede ayudarnos a valorar más la exploración de nuestro territorio; o simplemente cambiar cadenas hoteleras por acomodaciones en las comunidades del lugar, puede abrirnos la mirada hacia el aprendizaje y el intercambio de ideas.
Porque en un país que se jacta de ser megadiverso, rico en su naturaleza, valioso en su diversidad y que tienes en sus nevados la evidencia del impacto en el planeta, es muy duro pa’l citadino entender que convertirnos en viajeros, más que en turistas, es una oportunidad también de conocer nuestra historia, nuestras relaciones, de transformar el vínculo que tenemos con la naturaleza y como país.
Creí que visitar el glaciar del Cocuy era una posibilidad de despedirlo. Pero me encontré con que más que un final, este podría ser un nuevo inicio para pensar diferente, para conocer más lo que tenemos y, de algún modo, para que cada experiencia que contemos sobre los viajes que hagamos, también ayude a convertir las historias en acciones de transformación. Para que seamos más viajeros y menos turistas.