¿Quién ha imaginado la idea feliz de andar en moto por diferentes paisajes, disfrutar panorámicas increíbles o vivir aventuras para narrar una y otra vez?

 

Esa es la ilusión que a muchos, como a mí, nos ha llevado a encaminarnos en viajes repentinos, fines de semana desgastantes o rutas retadoras a bordo de máquinas diseñadas para disfrutar, como dicen sus anuncios. Más, teniendo en cuenta que cientos de ‘road movies’ en las rutas icónicas de Thelma y Louise o City Riders, los caminos inciertos por Suramérica de Diarios de Motocicleta, o las aventuras de acción como Terminator, nos han llevado a construir imágenes sobre las motos, los paisajes y nuestros ideales de aventura.

Sin embargo, detrás de ese cuadro idílico existe una realidad que muchos pasan por alto. La aventura en moto también tiene su lado oscuro: estar en medio de la nada puede ser tan aterrador como encantador. Me refiero a esa sensación de soledad, impotencia y miedo que se experimenta al perderse en un lugar, vararse en la carretera o resguardarse de la lluvia mientras se aproxima la noche. Porque es muy duro pa’l citadino entender que ese “en medio de la nada”, pueda ser nuestra mayor riqueza. 

 

Un viaje al páramo

Luego de mucho tiempo sin andar en moto por carretera, retomé esta aventura con el propósito de visitar proyectos ambientales con los que pueda explicar mejor los paisajes colombianos. Por eso, al temor y respeto que puedo sentir frente a la potencia, la velocidad, la lluvia y la carretera mojada, después de años sin práctica, se sumó la imagen borrosa que genera andar en una vía serpenteante, con neblina cegadora y la idea de que el paisaje, como en los cuentos, puede dar origen a historias tan fantásticas como tenebrosas.

 

Así se veía la carretera durante la lluvia.

 

El destino fue corto: El páramo Cruz Verde, colindante con la ciudad que, según el observatorio ambiental de Bogotá, alberga al menos a 1.166 especies de plantas, 18 anfibios, 83 mamíferos y 208 aves. Igualmente se destacan un par de especies endémicas de plantas y seis de aves.

Como parte del sistema de páramos de Sumapaz, el más grande el planeta, Cruz Verde se conecta con el ecosistema de Bogotá, Cundinamarca, la región Orinoquía y la Amazonía; lo que puede explicar la variabilidad climática de nuestra ciudad y, sobre todo, la importancia de las conexiones entre la orinoquía y los embalses bogotanos, los ríos voladores amazónicos y, al final de cuentas, la escasez de agua que vivimos hoy. Porque, como ya he explicado en entradas anteriores, aunque tenemos la idea de que el agua surge en el páramo, la realidad es que las conexiones fluviales y las cargas de aire húmedo de las cordilleras son las principales aportantes del vapor de agua que, finalmente en el páramo, se condensa y se distribuye. 

A propósito de esto, viajar por el páramo es vislumbrar las distintas posibilidades del agua. En el horizonte las paredes de roca dan cuenta de pequeños chorros que caen y humedecen el espacio. En la carretera, la humedad envuelve el ambiente en forma de niebla y dificulta la visión después de un par de metros. En medio del camino, pequeñas quebradas y cascadas muestran la magnitud de la condensación y la gran cantidad de líquido que surge a esta altura y empieza su camino orientado por la gravedad. Pero lo más sorprendente, lo que quizás no había logrado ver, es que una vista rápida hacia la montaña, cargada de hierba entre verde y amarilla, permite apreciar de manera despistada a centenares de sombreros y barbas que empiezan a aparecer, como un ejército que observa, camuflado entre la hierba, pero que no se esconde. Por el contrario, crece y se hace cada vez más visible con sus abultados sombreros, como si esperaran algún movimiento en falso para atacar.

No cuesta mucho trabajo imaginar el por qué de ideas como los gnomos, los duendes o los hombrecillos entre la bruma. No es extraño entender cómo surgen los mitos y las leyendas en el campo cuando estos escenarios, de poca visión, lluvia, oscuridad y soledad pueden rodearnos y aislarnos. Resulta simple dejarse llevar por nuestros propios temores, cuando nos vemos inmersos en la magnitud del páramo, sin mucho más alrededor.

Lo curioso es que aunque se pueda pensar en la muerte, en el miedo, o en la soledad, estos hombrecillos naturales, conocidos como Espeletiinae, Asteraceae, o frailejones, lo último que podrían hacer es dañarnos y, por el contrario, con su silenciosa y misteriosa presencia, trabajan para que la humedad que rodea el lugar se convierta en el líquido que, aunque para muchos aún es incomprensible, tiene que pasar por miles de kilómetros hasta allí, para que pueda ser dispuesto de manera tan sencilla para los humanos, como lo es girar un grifo.

 

 

Alejado de la imagen de Terminator. Así me veía yo durante la lluvia en la Royal Enfield Super Meteor 650

 

La riqueza ecológica, un concepto poco entendido

Los investigadores hemos fracasado al divulgar nuestra biodiversidad como riqueza, porque cuando la palabra riqueza entra al común de la sociedad, se entiende como no es. Cuando se habla de riqueza de especies estamos hablando de la cantidad de especies en un territorio, una suma. Pero no se refiere a la riqueza social, necesariamente. Tenemos que entender nuestra megadiversidad como una mega complejidad, no como una riqueza material, económica o social”.

Esas palabras de Germán Andrade, uno de los biólogos más reconocidos del país, cobraron sentido en este viaje, a pesar de que estuvieron en mi mente durante meses tras una conversación que tuvimos para este blog.  Porque resulta fácil entender, pero no explicar, que el término riqueza no se refiere solo a la económica o que la económica no es la única riqueza que se puede alcanzar

Así como la pobreza no es una y la medimos por variables como la monetaria o la multidimiensional (como pasa cuando van a su casa a hacer el censo), la riqueza también puede ser entendida desde diversos puntos de vista: el ecológico y la cantidad de especies en un espacio determinado, es uno de ellos. 

El punto es que en la aventura de hace unos días, el miedo también me permitió entender lo alejados que podemos estar de los términos que usamos.

No es que la riqueza o la pobreza me generen miedo (aunque probablemente sí), pero en la visita corta a Cruz Verde, tuve la sensación de soledad, frío en los huesos e incertidumbre que, como describí antes,  solo he sentido cuando voy en moto. Lo que me llevó a entender que ese miedo a lo desconocido, lo desolado, lo aislado, quizás es lo que no nos deja ver lo que tenemos alrededor. 

Dejar de pensar que pincharse en un lugar sin montallantas puede ser trágico, obviar que la entrepierna es lo que primero se suele mojar por la lluvia cuando se viaja en moto, que la casa está tan lejos de la nada en la que nos encontramos, o que en vez de frailejones los bultos sobre el suelo puedan ser duendes o espantos, es ese miedo que, una vez se supera, nos lleva a valorar el entorno.

Y es que solo así, en medio del páramo y la lluvia, pude entender que lo que explicaba Andrade significaba que la riqueza no implica que por tener más especies también tengamos más posibilidad de acceso a lo que consideramos ser rico: una ducha caliente, una cama cómoda, un impermeable al que no se cuele el agua, un casco que no se empañe y deba ser abierto aún cuando la lluvia se sienta como agujas, unos guantes impermeables que no hagan sentir las manos congeladas… o cualquiera que pueda ser esa sensación relativa de riqueza y comodidad que usted tenga, estimado lector.

Tampoco se refiere al computador en el que escribo esta entrada o a la moto que no tengo, pero que Royal Enfield me prestó para lanzarme a contar historias sobre los paisajes que existen en nuestro país rico y megadiverso. Ni siquiera se refiere al valor que le damos a las experiencias que vivimos o la ausencia de servicios como los teléfonos, la señal de internet o incluso la existencia de restaurantes o casas para albergarse en las carreteras durante los viajes.

La riqueza de nuestra biodiversidad se refiere a que, aunque en las películas nos enseñen otra cosa, no es en lo que pudiéramos tener, sino en lo que podríamos perder, en donde está nuestro mayor tesoro. 

A pesar de que Terminator no se viera tan bien con impermeable en vez de su chaqueta de cuero ¿se es más rico al tener un páramo cargado de frailejones o un desierto de cientos de kilómetros producto de la explotación incontrolada del suelo? 

¿Es mayor la riqueza del cañón árido por el que Thelma y Louise se lanzan, o las montañas en la cordillera oriental llenas de vegetación que retienen las fuertes lluvias y evitan la erosión y la escorrentía hacia la ciudad?

¿Son más valiosos los huesos y cadáveres sobre la arena, o las cientos de aves, mariposas y otras especies que, científicamente, son indicadores de equilibrio ecológico y, cuando menos, ofrecen servicios ecosistémicos como polinizadores y dispersores de semillas de la comida que consumimos?

Como un buen citadino Bogotano diría: entre el frío y el calor prefiero ponerme un saco, y a propósito de los problemas del calentamiento global, de escasez, de las inundaciones en España, de los decesos humanos por altas temperatura en los parques nacionales de EE.UU, o de las muertes repentinas de especies en los océanos, como las más reciente en Grecia, resulta oportuno pensar: ¿Cuál es la riqueza que queremos tener? 

Es increíble lo que se puede pensar cuando salimos de nuestra comodidad y ‘riqueza’. Cuando conocemos paisajes nuevos y no nos quedamos con una simple foto o un recuerdo de su belleza, sino que ahondamos en entender su importancia, a pesar de lo adverso que pueda parecer; y cuando superamos el frío y la lluvia para disfrutar del agua, que cada vez valoramos más.

Eso es lo aterrador y encantador de estar en medio de la nada, ese es el valor de nuestra biodiversidad, de nuestra complejidad, de nuestra riqueza.