Antes: Aquí pueden leer el relato. Si yo fuera usted, lo imprimiría antes de leerlo.

Son muchas las cosas que pueden parecer inolvidables. Pero ninguna, o acaso muy pocas, lo son realmente.

Una moneda no la tiene fácil si quiere instalarse de forma definitiva en nuestra mente. Pues se supone que esa es la idea; la moneda representa un valor más pequeño que el de cualquier billete (por lo menos en Colombia) y su tamaño reducido es una especie de ‘mínimo manejable’. Existen pocas denominaciones de uso corriente y usualmente sirven para completar los pequeños excesos o defectos que los billetes no alcanzan a cubrir.

Recuerdo que cuando era niño, una moneda de quinientos pesos equivalía a una gaseosa en lata en los recreos del colegio – eso sí, internándose a toda velocidad en el inmenso patio de primaria, ya que era allí donde estaba la máquina expendedora. ¡Qué valiosa era esa moneda, en ese entonces! Un paquete de papas tenía el mismo valor, y cada vez que podía lo compraba; era mi comida favorita, cuando estaba fuera de casa. Tener una de esas monedas era lo mismo que tener el objeto, la lata, las papas. La única diferencia entre el disco de metal y la comida era que éste no sabía bien.

Pero a medida que se crece el mundo cambia; supongo que Colombia no será el único país en el que una moneda no es en sí, hoy en día, un objeto demasiado valioso. Y eso es precisamente lo que la hace perfecta para convertirse en una extraña especie de objeto sobrenatural; esa falta de importancia, esa como intrínsecamente desechable condición suya. Una moneda que todavía circule no es algo muy especial; hay monedas como hay hormigas, y tal y como las hormigas, son pocas entre ellas las que resaltan.

El Zahir es un objeto especial justamente por no parecerlo; se instala de forma que quien lo adquiere no espera (no puede esperar) que el destino lo lleve alguna vez a apegarse a él. No espera que algo especial suceda y no pueda después separarse de lo adquirido. El Zahir llega a Borges en medio de una distraída y simple transacción; la gente compra y vende todos los días, y especialmente en los días tan congestionados de dinero y ambición en los que vivimos. Pero Borges no deseaba poseer el Zahir, pues ni siquiera estaba enterado (para ese entonces) de su existencia. Es más; quizás ninguno de los que alguna vez lo vio, sin importar la forma en la que éste se presentara, quería realmente conocerlo, observarlo, poseerlo para intentar descifrar su misterio, su increíble e inexplicable cualidad.

Porque el Zahir es inolvidable. Es inolvidable en realidad.

La infancia se olvida. Los progenitores mueren. Los ideales finalmente se pierden, el amor desaparece y la enfermedad siempre termina. Siempre, así sea con la muerte. Todo en el mundo es pasajero, todo es temporal. No hay una sola cosa que sea nuestra para siempre, nada que poseamos desde el día en que nacemos hasta el instante en que el último respiro de aire deja nuestros pulmones y la existencia de nuestra conciencia deja de ser científicamente comprobable. Tan sólo nuestros cuerpos, tan sólo lo que llamamos ‘yo’. ¡Y aún así, nuestra carne se renueva, y nuestros huesos mueren y se regeneran de adentro hacia afuera! ¿Acaso quien escribe esto es el mismo que cerró sus ojos anoche? ¿Acaso quien lee esto es el mismo que se despertó esta mañana? ¿Nada ha sucedido entre ese entonces y ahora, de forma que sigue siendo exactamente igual?

Pero el Zahir no cambia. El Zahir, como idea, permanece fija en la mente de quien lo ve, y parece nunca desistir. Mueren los demás recuerdos, muere la propia conciencia, pero no muere el Zahir. Y antes de morir, sin darse cuenta, es un único objeto maldito que lo llena todo, que lo es todo para quien tuvo la desdicha de verlo.

Aunque esto ya no sea una desdicha para él.

El Zahir es un relato del escritor argentino Jorge Luis Borges. Borges tenía una revista llamada ‘Los anales de Buenos Aires’; allí apareció por primera vez el cuento, en 1947. Posteriormente sería incluido en la compilación ‘El Aleph’, que toma su nombre de uno de los relatos que contiene.

Me parecen muy interesantes las relaciones (tanto de similiud como de contraste) que se pueden crear entre estos dos fascinantes objetos fantásticos. ¿Dónde se encuentran? ¿Quién los puso en donde están? Hay por lo menos un Aleph en un sótano; existe por lo menos un Zahir, como moneda. La existencia del Aleph es menos conocida que la del Zahir (la de este último está más, digamos, ‘documentada’). Aunque en el Aleph se ve todo lo que hay en el Universo, desde todos sus puntos, la impresión que éste deja es pasajera (a Borges le produjo insomnio unas semanas, y ya estuvo). Por su parte, el aparentemente inofensivo Zahir lleva a quien lo ve a obsesionarse por él (de forma inconsciente) hasta perder la propia idea de sí mismo. La moneda, por ejemplo, ya está bastante acomodada en la mente de Borges para el momento en el que escribe el relato – para ese entonces ya han transcurrido poco más de cinco meses desde el momento en que la vio por primera vez.

Cometí la barbaridad de leer este relato junto a un diccionario. Y me di cuenta de que Borges siempre encuentra la manera de introducir palabras bellas y de importantísimo significado, pero que (especialmente si uno es perezoso) terminan perdiendo importancia en la mente del lector y con esto hacen que el relato pierda parte de la riqueza que Borges le infundió. En el Zahir encontré, entre otras, las joyas solecismo, perífrasis y óbolo, cuyos significados quizás quieran ojear para entender mejor el texto, si es que no los conocen ya. Vale la pena recordar que una caña no solo es una cerveza o una bebida ‘informal’, sino que también puede ser el recipiente que la contiene. Y dejo que Borges mismo nos defina (con ese descomplique medio académico suyo) una palabra, que ya ha sido mencionada en el Aleph:

» (…) En la figura que se llama oxímoron, se aplica a una palabra un epíteto que parece contradecirla; así los gnósticos hablaron de luz oscura; los alquimistas, de un sol negro. Salir de mi última visita a Teodelina Villar y tomar una caña en un almacén era una especia de oxímoron; su grosería y su facilidad me tentaron. (…)»

Cabe recordar que Teodelina Villar acababa de morir.

dancastell89@gmail.com