«El universo (que otros llaman la Biblioteca) se componte de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente.
La distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos; su altura, que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal. Una de las caras libres da a un angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas. A izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos.
Uno permite dormir de pie; otro, satisfacer las necesidades finales. Por ahí pasa la escalera espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que fielmente duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la Biblioteca no es infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esa duplicación ilusoria?); yo prefiero soñar que las superficies bruñidas figuran y prometen el infinito… La luz procede de unas frutas esféricas que llevan el nombre de lámparas. Hay dos en cada hexágono: transversales. La luz que emiten es insuficiente, incesante. (sigue…)»
Matemáticamente hablando, este primer párrafo del relato lleva a resultados maravillosos. La biblioteca de Babel es un lugar inmenso en el que, posiblemente, están presentes todos los textos escritos posibles, con o sin sentido para nosotros, existentes o por crear. Eso incluye todas las novelas que alguna vez fueron o serán escritas, todos los poemas (aunque me vienen a la mente justo ahora ciertos caligramas que son, en pocas palabras, dibujos hechos con palabras) y muchas, pero muchas páginas totalmente incomprensibles.
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