Vuelvo con el mismo problema. Fácilmente la palabra más repetida la semana pasada e incluso la anterior, Nobel es un apellido. Y un APELLIDO señores, se escribe como se escribe ¡y se deja así!, o eso es lo que creo yo, luego de ver Smiths, Willis y Müllers que no cambian de documento de identidad por poner sus ilustres o poco conocidos pies en estas tierras.

Y la vi con tilde por todas partes, tanto que llegué a dudar de dónde había salido la palabra. Si por casualidad no la conoce, estimado lector, le recuerdo que Alfred Nobel fue un ingeniero e inventor sueco que murió hace ya más de cien años, pero cuyo apellido perdura internacionalmente debido a los premios que llevan su nombre. Qué polémica se armó con respecto a Piedad, Obama y el premio de la paz. Sólo sé que me llamó mucho la atención una opinión que escuché en cierta cadena radial de cuyo nombre no quiero acordarme, que decía poco más o menos así:

«El premio se debe ver como una presión al presidente de los Estados Unidos para retirar por completo cualquier elemento bélico en el exterior, y prevenir futuros ataques por parte de esta potencia.»

Qué cosas. No lo digo yo, claro está. Seguro lo dijo primero algún analista político. No sé si será verdad, pero a mí me convence, o por lo menos me suena.

Quizás se hable de estos premios durante unas semanas más. Y ojalá se haga, pues más allá de las consecuencias o debates políticos que pueda generar su entrega, están los otros reconocimientos a escritores, economistas y científicos, que quizás no se preocupan por intentar liberar secuestrados o dirigir potencias mundiales, sino que pretenden construir un piso más de Mundo con arte o ciencia, y tras años de esfuerzo y en algunos casos sufrimiento y malos ratos, merecen un reconocimiento no sólo económico sino público. Merecen ser recordados por su trabajo, por sus historias, por sus teorías y por sus ideas.

Sus ideas, que en últimas son lo que puede cambiar al mundo. Empezando por cambiarnos a nosotros. A cada uno de nosotros.


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