In Memoriam María Andrea Cabrera
Es así como se vive la ausencia. El ocaso apaga la luz de una estrella, una que empezaba a brillar, a vivir. Los 25, una edad extraña, ya se es adulto y se asumen responsabilidades, sin embargo, está ahí, la juventud. Ese espíritu libre, indomable, soñador y pensador. La adultez es asumir obligaciones, la niñez es una lluvia de quimeras, los 25… la cagada.
Ella tenía 25 años, la recuerdo siempre muy feliz y alegre. Recuerdo sus carcajadas, su indiscreta forma de captar la atención de los demás, solo por ser ella. Hoy no está, hoy no ve otro amanecer. Hoy dejó de pensar en la angustia y los problemas; a veces no sé si la envidio. Ella se fue, inesperadamente se fue, dejando un gran dolor, un gran vacío. Sobre todo, se fue dejando un recuerdo. Un recuerdo que se marchita bajo una lluvia de rosas. Las flores, tendrá una cuna de ellas, acompañarán su viaje eterno, ese viaje del cual uno no vuelve; espero sean buenas compañeras.
En especial deja algo, algo más. Ese otro recuerdo que es preferible ocultar o dejarlo ir. El recuerdo de la fragilidad de la vida, el recuerdo de lo efímero, el recuerdo de lo cierto que tenemos todos: la muerte. Ese susto a la muerte no es más que ese miedo absurdo del ser humano a lo desconocido, a lo inexplorado.
Lo cierto es que ella no está, se fue. Me levanté y sentí los primeros rayos del sol, fueron amenos, calurosos en estas frías mañanas bogotanas. Desayuné, recuerdo disfrutar el sabor de mi tostada con la mermelada de fresa y cada sorbo de café. Tenía a mis padres cerca y sentí su amor y cariño. Caminé rumbo al Transmilenio, mientras lo hacía, observé caras bajas, preocupadas y tristes. Eran seres inertes, sumisos en sus problemas o celulares. Gente que no sentía el viento en sus mejillas, gente que no había visto el azul del día.
Luego, vi gente empujándose y gritándose insultos en el Transmilenio. De nuevo pensé en ella. Seguí caminando y llegando al trabajo vi gente en la calle con hambre, con frío, y sin embargo, me sonreían al saludarme. Pensé qué absurdo son las cosas, que absurda es esta vida. Pensé en el dolor que viven las familias después de una pérdida. Pensé en cómo se arrepentían de los momentos perdidos, de las palabras que se quedaron en la mitad de la garganta; en su dolor.
Llegué a mi puesto de trabajo y pensé que hay días que se viven sin vivirlos, que hay días de autómata acción, donde no se siente, no se piensa, no se observa, más bien todo va rápido y sin dolor. ¿Qué será del día en que volvamos a sentir que cada rato en esta vida importa? El día que no dejemos para mañana las ganas de vivir, el día en que podamos decir lo que sentimos, el día que despertemos de este olvido de nosotros, el día de cumplir los miles de sueños prometidos, el día que acostados volvimos a contar las estrellas, el día que volvimos a escuchar el canto de un pájaro, el día que volvamos a sentir un fuerte abrazo, el día que volvamos a sentir que vivimos. En seguida recordé que ella no está, que se ha ido… para no volver.
PD:
No abandones las ansias de hacer de tu vida algo extraordinario.
W.W.
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