Hace poco tiempo cumplí años. Y para celebrarlo, decidí salir a caminar por el centro de la ciudad. Aproveché que iba a devolver un libro a la casa de un viejo amigo que vive por los lados del Parque Nacional para hacerlo.

Traté de no demorarme mucho porque temía quedarme charlando más de la cuenta, como normalmente sucede. Debo decir que fue una verdadera visita de médico. Más bien, de médico de EPS. Para que luego no digan que nuestro sistema de salud no está haciendo aportes inconmensurables, al menos, a la evolución de nuestra lengua, entendida desde el punto de vista del idioma, claro está, ya que desde el punto de vista de la medicina nanay.

Siempre que voy al centro paro sagradamente en la panadería de la treinta y cuatro con séptima, costado oriental, a comerme un roscón con pony malta. Adquirí esa costumbre, desde los tiempos en que acompañaba a mi padre a hacer vueltas a los juzgados durante mis vacaciones de fin de año y, esta es la hora, en que todavía lo hago.

Luego de haber terminado de comer mis deliciosas onces, empecé mi recorrido por la carrera séptima. Por un momento pensé subir a la carrera quinta pero el simple hecho de pasar al pie de La Perseverancia hizo que me arrepintiera. Todavía tenía fresca la anécdota de un amigo que vive en La Macarena acerca de una explosión allí ocurrida a principio de año.

Ahora que me acuerdo, tal evento fue atribuido, en su momento, a las bandas de microtráfico con presencia en la zona ante el aumento de los operativos policiales que había habido para desmantelarlas.

Pero lo que realmente quería evitar, a toda costa, era que me robaran. Otro amigo muy cercano me había contado recientemente la odisea que tuvo que vivir al denunciar a un trío de ladrones que quisieron robarlo y que a pesar de haber sido capturados en flagrancia, por las autoridades, habían quedado nuevamente en libertad. Y con ganas de encontrárselo en la calle para limar asperezas, por supuesto.

Soy de las personas que cuenta cada paso que da mientras camina. Lo hago convencido de que algún día perderé la noción del número que llevo en mi cabeza y, con ello, la capacidad de pensar.

Iría apenas por los 500, cuando me percaté de que había oscurecido a la altura del Centro Internacional. Y francamente hablando la iluminación de Bogotá no es que sea tan buena que digamos como para un dar paseo nocturno. Menos si se trata del centro. Así que tuve que aplazar el plan para otro día y dirigirme a la estación de TransMilenio más cercana.

Serían las seis y treinta de la tarde cuando llegué a la estación Calle 26. Es decir, plena hora pico. Justo cuando más personas acuden a nuestro sistema de transporte masivo cuya operación, en la actualidad, está por encima de los dos millones de pasajeros al día.

Quién quiera averiguar qué significa eso de la economía de aglomeración, en la práctica, debería hacer el esfuerzo de subir a un TransMilenio a esa hora.

Se imaginarán la cola que había para entrar a la estación. Me pareció una eternidad llegar hasta el torniquete pero peor fue el enfado que sentí cuando me dijeron que la tarjeta que llevaba no servía por no estar integrada con la tecnología utilizada en las fases 1 y 2 y que, por lo tanto, no había más remedio que volver a hacer la fila para comprar una nueva tarjeta que a propósito saldrá de circulación próximamente. ¿Será posible?

En medio de gritos, improperios, empujones y uno que otro pisotón tuve que abrirme paso para cumplir con las indicaciones que muy amablemente me diera la funcionaria de nombre Esmidanwilson (seguramente en honor a Smith & Wesson, cosas que sólo pasan en Colombia) a quién, de ninguna manera, quise llevar la contraria.

Debo decir que hace rato no veía las estaciones del sistema tan abandonadas. Y eso que se supone que soy todo un viajero frecuente.

Tuve que hacer transbordo en la calle 39. No sé si haya sido paranoia mía pero con noticias tan malas hasta la misma policía me generó desconfianza.

Mientras esperaba el bus me puse a detallar el lamentable estado en que se encontraban las puertas: descolgadas, abiertas de par en par, quebradas, sucias. Se me vino a la cabeza la teoría de las ventanas rotas enseguida.

Subí al bus y leí el titular de un viejo periódico que estaba tirado en el suelo: “Petro defiende su política del amor”.

E inmediatamente me pregunté: ¿Qué tiene de amor una política que ha logrado exasperar tanto nuestros ánimos?

Me pareció una ironía que habiendo nacido yo en la década de los años ochenta cuyos acontecimientos históricos hubieran estado tan fuertemente marcados por la sed de unidad, cooperación y conservación de la vida estuviera ahora celebrando en un entorno tan hostil y salvaje.

Y fue así como tristemente llegué a la conclusión de estar viviendo las consecuencias de la más eficiente política del desamor que jamás haya conocido.

@AJARAMORENO.