Ha quedado nuevamente al descubierto la complejidad que supone aproximarse conceptualmente a este fenómeno urbano cuyas implicaciones culturales, económicas, políticas y sociales van más allá del acto en sí, imponiéndonos, por lo tanto, el reto de trabajar articuladamente, desde distintas disciplinas y frentes, para poder darle un tratamiento adecuado, que esté a la altura de las expectativas y exigencias de los ciudadanos que habitamos en las convulsionadas ciudades del mundo de hoy. En este sentido, la discusión sobre el grafiti no debería seguir siendo reducida a una simple calificación –o descalificación- entre arte y vandalismo ya que cuando esto sucede normalmente se termina recurriendo al sistema judicial y carcelario para resolver el asunto de la peor forma. ¿Por qué?

Principalmente, porque se estaría desconociendo la naturaleza contradictoria y desigual de las ciudades y, como tal, la interacción necesaria entre polos opuestos, mediante la supremacía de un único valor estético. Al respecto, no sobraría recordar que ha sido precisamente gracias a esta fuerte dicotomía que los grafiteros han encontrado en el espacio público el lugar ideal para dejar plasmados sus mensajes de rebeldía y resistencia con los cuales, antes que nada, pretenden cuestionar el ejercicio del poder dominante a pesar de que a muchos transeúntes nos parezcan de mal gusto, incluso perturbadores.

Pero, de eso se trata. De golpear la ciudad con intervenciones concretas y espontáneas que la ayuden a salir de su letargo y que, de paso, nos sirvan para problematizar contextos y dialogar colectivamente sobre una situación específica. Porque es básicamente en la agresividad y la transgresión de los límites establecidos donde está la razón de ser y la fuerza del graffiti (Caldeira: 2003). Algo que evidentemente no puede ser borrado de un solo brochazo.

Las ciudades, parafraseando a Robert Park, y particularmente las grandes ciudades de los tiempos modernos son, con todas sus complejidades y artificios, la creación más majestuosa del hombre, el más prodigioso de los artefactos humanos. Deberíamos concebirlas, entonces, no solamente como los talleres de la civilización sino también como el hábitat natural del hombre civilizado.

Es preciso, por consiguiente, multiplicar las perspectivas de construcción de historias colectivas y alternativas que favorezcan la diversidad urbana incluyendo, desde luego, a los grafiteros. Aunque la recuperación de la seguridad en el espacio público sea una de las principales prioridades del Alcalde de turno esta no puede hacerse a costa de la libertad de expresión de los individuos. Mucho menos a sabiendas de que el espacio público no es un receptáculo estático donde las personas viven sino que es algo diaria y activamente producido y reproducido por nuestras vivencias, elecciones y relaciones con los demás. Aún es posible pensar de otro modo la ciudad. Peñalosa lo sabe mejor que nadie.

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