La muerte es responsable de las mejores cosas que tiene la vida. Es una compañía constante y generosa. A veces nos olvidamos de ella a propósito. Le tenemos miedo y repulsión. Hemos creado una imagen de tristeza ante la muerte y es injusto porque la vida no tendría sentido sin ella.

Como nunca antes en la historia reciente, hemos podido compartir un relato común en todo el mundo. El contexto de una pandemia no discrimina sexo, religión o nacionalidad. El temor más grande es que muera un ser querido, uno que otro conocido o nosotros mismos, por supuesto. Pero, ¿Por qué nos acordamos de la muerte hasta ahora si siempre ha estado ahí? Aunque no vemos el virus, sí observamos asombrados sus efectos: desde un primer ministro en cuidados intensivos hasta cientos de muertos a diario y cadáveres en el suelo, como en Guayaquil.

Pareciera que el apego a la vida ignora que el motor de la misma es saber que todos nos vamos a morir. Lo más interesante es que no podremos saber cuándo exactamente. Claro, hay más probabilidades sobre personas con enfermedades terminales, ancianos y ahora víctimas de un nuevo coronavirus. Pero la muerte realmente no tiene consideraciones por ninguna intervención divina, qué bueno, porque si hay algo que no deba ser solemne es la vida y la muerte.

La muerte es una aliada, incuestionable a veces, a quien no le damos razón por sus decisiones, sentimos rabia con ella, nos destroza en mil pedazos por haberse llevado a lo que más queríamos. Al mismo tiempo nos estimula a ser cada día mejores, aprovechar el tiempo, dedicarnos a lo que nos gusta. Qué sensación más sublime sino tocarnos el rostro, sentir la piel de los brazos, verificar los sentidos uno por uno, valorar que estamos con vida.

Es tan generosa que nos ha puesto a comer, otra vez, del árbol de la ciencia, menospreciada en tiempos de fanáticos y vendedores de humo. Nos obligó a tomar una pausa, a replantear la esencial, a desplazar lo material por lo realmente importante. Y claro, ha sacado lo peor de nosotros también: el egoísmo, la falta de solidaridad y empatía, el conflicto interno que significa ya no ser el ombligo del mundo, el «inconsciente colectivo», como dijeron Mercedes Sosa y Charly García.

La muerte nos reta. Es quizá este el momento de afrontar conversaciones pendientes, soltar nudos de la garganta, despojarnos de rencores pasados, amar sin prevenciones, declarar amor sin condiciones. No es fácil. Es, por ejemplo, el reto más grande de mi vida. Pero si no es en el fin del mundo, ¿cuándo? Después de todo, dijo Benedetti, la muerte es solo un síntoma de que hubo vida.

Adenda: La utilización de la muerte para sensiblerías como los aplausos a los médicos y personal de salud, es una práctica cosmética, manoseada por la clase política. No hay mayor hipocresía que decirles «héroes» o «mártires» a quienes trabajan con las uñas por salvar vidas. Colombia, como tantos países, destina más dinero al sector defensa que a la salud. Eso va a pasar factura.