Normalicemos no tener que hablar con los amigos y la familia todos los días. Tampoco con nuestra pareja. En 1980, durante una entrevista por televisión, el escritor argentino Jorge Luis Borges dijo: “La amistad no necesita frecuencia. El amor sí. Pero la amistad de hermanos no. Uno puede prescindir de la frecuencia. En el amor no, porque uno está lleno de dudas, ansiedades, un día de ausencia puede ser terrible. Yo tengo amigos íntimos con los que nos vemos tres o cuatro veces al año”. Esa relación de frecuencia e intensidad es reveladora.
A veces uno no quiere hablar con nadie. Ni con sus amigos o familiares. Todos tenemos derecho a reservarnos ese espacio de soledad tan nuestro y necesario para hacer lo que queramos. No siempre, sin embargo, los otros entienden nuestro comportamiento. En esta sociedad de consumo creemos que los amigos y la familia son como transacciones y productos: compra y venta de sentimientos, emociones y momentos. No debería ser así. Me explico.
Uno puede no hablar todos los días con sus amigos y eso no quiere decir que el sentimiento hacia ellos sea menor. Quizá cuando compartimos con ese amigo o amiga, vivimos una carga de intensidad alta, que no se traduce a que la frecuencia con la que nos veamos o hablemos sea la misma. Igual con la familia, a quien llamar todos los días por cumplir, se convierte en un tedio. Convendría que cuando los busquemos sea con auténtico deseo.
Sucede que muchas veces nuestros amigos y familiares no entienden eso. Quienes pensamos así somos ingratos o mezquinos ante sus ojos, a pesar de explicarles esto con cariño. Creo que la medición de la frecuencia, si es que hay alguna, debe darse por el hecho de que siempre que un amigo o familiar nos necesite, estemos allí. Es decir, ¿quién dijo que los amigos son para chatear todos los días o la familia para llamarlos por obligación? En cambio, si la amistad o los lazos familiares sirven para auxiliar o socorrer a un ser querido cuando nos necesite, no dudemos en asistir a esa cita.
Pero no me pidan que acepte los códigos de algunos millennials, grupo al que por mi edad pertenezco, en donde se ofenden por dejar “en visto” a otra persona, entre ellas a amigos o familiares. No siempre podemos dar nuestra mejor versión ante los demás. Ese espacio y los silencios de días o meses enriquecen una relación, incluso más que algunas que tienen el desgaste diario, donde los silencios son incómodos y la dependencia crece.
Me atrevería a controvertir a Borges, a riesgo de lo que implica esa osadía, sobre que en el amor también debe haber frecuencia. No sé. A ver, claro que debe existir un compromiso sostenido y sincero. Uno no puede tener pareja para los domingos o para una vez al mes. Pero creo que como la mayoría de las cosas en la vida, como dijo Aristóteles, es necesario un punto medio. Mi premisa es que el amor cuando es verdadero tiene una intensidad que se desborda, sentimos que se nos llena el alma por esa persona. Sin embargo, la frecuencia no debe dañar esa intensidad. Hay que encontrar espacios para estar solos. Siempre. También para compartir intensamente con quien amamos. La frecuencia, dosificada, genera un efecto de intriga, pasión y anhelo. Extrañar y sentir la necesidad física y espiritual por el otro es maravilloso.
A quienes estamos distanciados de la persona que amamos, por la cuarentena, sabemos que nuestro deseo de estar juntos otra vez se sale del corazón. Eso gracias a que la imposibilidad de vernos aumentó la intensidad y redujo la frecuencia. Así cobran sentido los versos de Borges, para terminar esta columna, como una declaración de amor en tiempos de pandemia: “Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo (…) Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio de oír tu voz, la espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo”.
Nicolás Rivera Guevara
@soynicolasrg