Cualquiera puede cocinar, decía el chef Gusteau en la entrañable película Ratatouille (2007). Una premisa que impulsa a temerosos a acercarse al fogón. Si hay algo parecido a la vida es la cocina. Por eso no hay que temerle, porque como la vida misma, guarda secretos y lecciones. Uno se equivoca, le sabe feo, vuelve a probar, intenta ponerle otro ingrediente y casi nunca sale como uno quiere, aunque cualquier avance es un logro personal. En la cocina aprendí, por ejemplo, el significado del amor. Cuando cocino para alguien, ojalá con música, que es otro alimento para el alma, le estoy diciendo a mi manera a esa persona que la quiero y que espero que esos alimentos le hagan bien, para su cuerpo y espíritu.
La comida misma nunca ha sido el problema. Acá y en los mejores restaurantes con estrellas Michelin y platos sofisticados, utilizamos lo mismo. Hay técnica, por supuesto, y apuestas conceptuales. Pero el fin es igual: alimentar. De manera que una buena comida no necesita de grandes inversiones. El ambiente, el lugar, la compañía y el amor con el que se cocinan los ingredientes, es lo que importa. Alrededor de una buena comida se tejen grandes amores, se cierran negocios o se discuten problemas fundamentes. Ya decía el escritor inglés Anthony Burgess que “una comida bien equilibrada es como una especie de poema al desarrollo de la vida”. ¿Qué significa equilibrio? Para mí no solo la cantidad adecuada de proteína, vegetales o carbohidratos, sino que los sentimientos estén al punto, que el ánimo al preparar los alimentos esté al dente, ni mucho ni poco.
Hagan el siguiente ejercicio apocalíptico: —no muy lejos de la realidad por la pandemia— imaginen que van a vivir su última comida y les dan la oportunidad de escoger el lugar, la compañía y los alimentos. Sospecho que muy pocos escogerán un restaurante costoso y de alta cocina. Creo que todos tenemos en mente, como el crítico Gastón Ego —que cambió su ensamble cuando probó la ratatouille, una receta de hortalizas guisadas, proveniente del sureste francés, que le recordaba a su madre—, un plato de la infancia, casero, lleno de amor y en una circunstancia donde el destino de la vida no nos preocupaba mucho.
A todas las familias con trapos rojos, que están sufriendo en la cuarentena, cerca a nosotros, intentemos ayudarlas con alimentos. Ya vendrán tiempos mejores para compartir la vida en la cocina, ojalá con ‘Le festín’ de fondo, de la cantante francesa Camillé, reconocida, entre otras cosas, por haber compuesto esa canción para la película: “Los sueños de los enamorados son como el buen vino: dan alegría o incluso tristeza (…) la fiesta al fin va a comenzar, saquen las botellas, terminamos los problemas, pongo la mesa para mi nueva vida, el banquete está en camino…”. Ya casi. Fuerza.
Nicolás Rivera Guevara
@soynicolasrg