Casos como el de George Floyd, el afrodescendiente asesinado brutalmente por la policía en Mineápolis (Minesota), son comunes en nuestro país. Solo que acá no siempre hay cámaras para documentarlos. Apenas si casos como el de Dilan Cruz, Rosa Elvira Cely o María del Pilar Hurtado —la lideresa en Córdoba asesinada por las autodefensas que dejó cuatro niños, entre ellos uno que lloraba desconsolado en un video desgarrador— los conocemos porque alguien estaba filmando. En Colombia se han cometido las masacres más aterradoras; este país se ha edificado desde la violencia, la sangre y el crimen. A diario siguen matando líderes sociales y excombatientes que le apostaron a la paz e intimidan a defensores de derechos humanos.

Nos lamentamos por unos días, ponemos tendencias en Twitter y pocas veces salimos a protestar con velas. Pero hasta ahí. Cambian de nombres, región y fecha, pero siguen presentándose asesinatos por motivos políticos, económicos, étnicos o raciales. De milagro se han salvado algunos y algunas como Francia Márquez. Son mayoría los que no sobreviven a la falta de presencia del Estado, a la complicidad de algunas autoridades locales con bandas criminales o al centralismo institucional que deja sin instrumentos a los entes territoriales  —porque los que quedan se los lleva la corrupción—.

El George Floyd de hoy fue la Rosa Elvira Cely de ayer. El Eric Garner de 2014 es el Dilan Cruz de hace unos meses. Si en este país han asesinado a los más grandes dirigentes de la historia política reciente como Gaitán, Galán, Gómez Hurtado o hasta un humorista como Jaime Garzón, ¿qué podemos esperar el resto? Si en Estados Unidos mataron a un presidente como Kennedy, ¿con qué garantías salen todos los días los afroamericanos, víctimas del racismo histórico estructural?

La rodilla del policía que asesinó a Floyd, quien apenas podía decir “no puedo respirar” durante ocho agobiantes minutos, es la misma rodilla que utilizan los ejércitos de la muerte en Colombia para enviar panfletos y amenazas. Esos ocho minutos son los que sienten aquellos que tienen que pagar extorsiones a bandas criminales y no pueden denunciar. Esa rodilla no es más que la fisionomía propia del régimen, el sistema, la estructura. Al policía no le basta con hacerlo sufrir, quiere que dure la prolongación de su dolor. ¿Algún parecido con la mafia que opera en la costa Caribe y compra votos en elecciones? ¿Alguna diferencia con los grupos residuales de la guerrilla que vuelan oleoductos y secuestran? Es una muerte lenta, como esos ocho minutos, la que soportan los campesinos, afros e indígenas. Ocho minutos sin poder respirar ante la estructura patriarcal que comete feminicidios. Ocho largos minutos y hasta más los que soportan los abusos del Esmad. Ocho minutos de tortura sienten quienes son violentados por su preferencia sexual y género. Esa rodilla presionando cada vez es la metáfora del sistema económico que asfixia a las pequeñas y medianas empresas, que destroza sueños, salud y familia.

El régimen debe caerse. No sé cómo. Pero tampoco crea la clase política colombiana que el pueblo va a aguantar más. Ahora con la crisis de la pandemia se desnuda el desastre de la Ley 100. La gente se muere en Colombia hace rato, no por un virus, sino porque la mata el hambre, la indiferencia, el olvido del Estado, los paramilitares, la guerrilla y las bacrim. En realidad son muchas rodillas ansiosas de seguir asfixiando así sepan que la gente grita: “no puedo respirar”.