El mundo nunca será como antes: esta frase gastada por los siglos fue pronunciada por una muchedumbre de rostros que se han desvanecido. De uno de ellos, nos llega todavía una figura espectral. Los rasgos de Gladstone, el famoso primer ministro británico, palidecían de fatiga crónica una madrugada de 1882. No lograba conciliar el sueño. Su voz de orador se hallaba apagada, pero su mente irradiaba una luz incesante: sus ideas, como relámpagos, resplandecían en medio de la penumbra. El portentoso hombre se empequeñecía, y, hasta se quejaba como un niño, ante los interminables minutos que contemplaba languidecer al alba; su mano, poseída por la desesperanza, apretaba el reloj de cadena, como si tratara de estrangular un corazón agigantado.

El insomnio que Gladstone padecía fue diagnosticado por sus médicos. La raíz de su condición, según la ciencia de su tiempo, estaba en el exceso de trabajo. Le recomendaron dormir y descansar, preferiblemente en el Sur de Francia, alejado de la correspondencia, del telégrafo, los ferrocarriles, los periódicos, los líos de Irlanda y los bulliciosos cigarros de los clubes sociales. Enfermos de toda Europa acudieron a la Riviera francesa, Baden Baden, y otros spas de la época, con la esperanza de reponer sus nervios deshechos.

 

W. E. Gladstone en su biblioteca, conocida como ‘El Templo de la Paz’ (National Portrait Gallery, Londres)

Creemos equivocadamente que el insomnio, la depresión y los desordenes nerviosos son enfermedades recientes. En tiempos de Gladstone, el mundo había cambiado para siempre con la invención de la tecnología moderna; algunos hombres y mujeres a duras penas pudieron soportar los acelerados cambios en los ritmos de vida. Fueron cada vez más comunes toda suerte de colapsos nerviosos, especialmente entre la aristocracia y las clases medias. Ciertos escritores recrearon con encanto una nueva raza humana surgida de la crispación producida por el crujir del carbón y el metal: los hipocondriacos.

En una novela de Wilkie Collins, uno de estos adanes sufría con cada portazo; el rasgar de una tela le perforaba los oídos; la luz tamizada por las ventanas era tan insoportable como exponerse a unos cuantos centímetros del sol.

Esta caricatura simbolizó los males de Gladstone y muchos otros ingleses. El señor Fairlie fue el ‘Rey sol’ de los hipocondriacos victorianos. Pero su reino no ha quedado vacío: desde entonces, fueron entronizados sus sucesores y sumados nuevos súbditos.

‘El mundo nunca será como antes’, dicen hoy algunos, otra vez en medio del fervor por las nuevas tecnologías. Lo mismo proclamaban los victorianos que creían en el progreso encarnado en el telégrafo, los ferrocarriles, la electricidad, etcétera. Ese progreso humano tiene un precio. Las enfermedades mentales están hoy en todos los titulares, atribuidas a los cambios de vida intensificados con la globalización, la interconexión y los acelerados ritmos de vida. En realidad, como hemos visto, es una vieja historia.

Nadie podía imaginarlo en tiempos de Gladstone. Pero hoy, tiempo después, es algo que todavía causa sorpresa. Nuestras soluciones no difieren mucho de aquellas del pasado: descanso, reposo y contacto con la naturaleza. Mucho antes de nosotros, los victorianos se espantaron con el asedio de las maquinas y las torres de carbón que desbancaban las nubes, como se dará cuenta cualquiera que abra un libro de poesía romántica. Y es que hay algo profundamente cierto en la experiencia de los ingleses: la naturaleza aquieta el espíritu y le devuelve muchas veces la fe en la belleza y la vida. Empezamos a redescubrirlo nuevamente.

Pero debemos ir mas allá que nuestros antepasados victorianos: el truco está en armonizar la experiencia del mundo exterior con el mundo interior. En realidad, solo de este modo podremos decir que el mundo nunca será como antes. Y, entonces, a diferencia de Gladstone, recibiremos el alba desde la plácida profundidad de nuestro sueño.