La imagen de Sandra Ramírez cruzando la tarima en busca del perdón de Carmenza López, viuda de un edil asesinado por las Farc en el Sumapaz en 2008, ha sido una de las más impresionantes en este año. Igualmente conmovedoras fueron las palabras de la señora López: ‘Le cuento que no es fácil. Para mí es un poco difícil porque yo lo que quiero es que ustedes me digan la verdad. Me digan que fue lo que pasó. Y quiero esa verdad, como le decía al senador, una verdad justa, una verdad honesta, donde nosotros podamos sentirnos un poco en paz.’
Los senadores de las Farc, Sandra Ramírez y Carlos Antonio Losada pidieron perdón a Carmenza López por el asesinato de su esposo (Fuente: El Espectador)
He repasado la escena varias veces, casi siempre conmovido. En el fondo, muchas víctimas como la señora López se aferran a la promesa de una ‘verdad’ como forma de sanar y perdonar. Gran parte de la opinión alberga la esperanza de que solo así llegará la paz y la reconciliación. Esta ambición moral es justa después de tanto sufrimiento, pero conlleva unos riesgos.
Tienen razón quienes sostienen que hace falta más memoria; hacen falta más conmemoraciones, monumentos, museos, literatura, películas, series, artículos y textos escolares que refieran los horrores del conflicto armado para que nos recuerden lo que nunca más debe suceder. Toda la sociedad debe exorcizar sus fantasmas. En medio del dolor, hay que mirarse a los ojos y decirse sin pudor: ‘esto es lo que hemos sido.’ Solo así la memoria podrá tal vez convertirse en perdón, comprensión, compasión, expiación y, por que no, también en redención.
Pero esa sólo es una cara de la memoria, pues a pesar de sus bondades, en cantidades excesivas, puede llegar a convertirse en un trauma insuperable tanto individual como colectivo. La sociedad colombiana no puede reducirse únicamente a los hechos más atroces que ha vivido, pero esa puede ser una consecuencia indeseada de tanta memoria.
Hay un asunto aún más delicado. Me parece, por momentos, ilusorio fundar toda esperanza de reconciliación en la ‘verdad’ que pueda ofrecer un victimario. La memoria no siempre es un relato verdadero. Es un testimonio individual que debe estar sujeto a un examen crítico. En cualquiera de estos existe un grado de olvido; en muchos casos, las víctimas y los victimarios son actores directamente involucrados con cosas por esconder, acentuar y olvidar. La memoria es un uso interesado del pasado. Por ello, no puede aspirar a ser total ni imparcial: sigue siendo un relato compartido que al mismo tiempo divide, con grandes implicaciones para nuestro presente y futuro.
Hoy se recurre a la memoria no como un complemento o suplemento de la historia, sino como su reemplazo. Sin embargo, de ese modo corremos el riesgo de que haya un exceso de ‘verdad’ individual y fragmentada, pero poco conocimiento histórico que permita tener una mirada más equilibrada y completa del pasado.
Tomemos el caso de Hungría: su sociedad sigue dividida alrededor del relato de la violación de 50,000 mujeres de Budapest por parte del Ejército Rojo en la Segunda Guerra Mundial. Súbitamente, un gran número de mujeres resucitaron estas dolorosas experiencias sepultadas bajo el comunismo soviético. ¿Por qué hablaron? Algunas querían encubrir los vínculos de ciertos sectores con el fascismo y el Holocausto; otras lo hicieron como parte de una agenda nacionalista post-1989; y muchas sencillamente alegaron no haber tenido esas experiencias. Los conocedores de este debate aseguran que las denuncias poco obedecieron al feminismo o la expiación del sufrimiento reprimido; más bien, los relatos fueron inseparables de las diferentes agendas políticas. Las versiones de mujeres comunistas, nacionalistas y judías contrastan todavía hoy, enfrentando familias y grupos sociales enteros. De esa madeja, ¿cómo ofrecer la promesa de extraer una verdad única?
En Colombia necesitamos muchas verdades, como la reclamada valientemente por la señora López. Pero, al mismo tiempo, debemos ser cuidadosos de fundar todas nuestras esperanzas de verdad y reconciliación en la memoria. Muchas décadas tendrán que sucederse antes que se aquieten las aguas. Y una gran cantidad de historia, que revise miles de testimonios con paciencia, tranquilidad y distancia crítica, deberá escribirse.
A veces, tendremos que resignarnos a que la memoria suponga una dosis de olvido. Esto será inevitable y, hasta cierto punto, bienvenido, si queremos escapar a la condena de imaginarnos como una sociedad violenta sin pasado ni futuro. Este fue también el camino de las sociedades europeas después de la guerra, del fascismo, del comunismo y del colonialismo. Y así, por difícil que parezca, a muchos de nosotros no nos quedará otra alternativa que contemplar en las palabras cristianas de G. K. Chesterton, un diminuto faro en la inmensidad de la noche: ‘perdonar significa perdonar lo imperdonable.’