Sí. Tal como apunté en el título, bostecé por momentos leyendo a la flamante Premio Nobel de literatura 2015: la bielorrusa Svetlana Alexiévich. Ojo, solo voy a hablar de‘La guerra no tiene rostro de mujer’, esa crónica coral que escribió, publicó, corrigió y volvió a publicar entre 1978 y 2004.

El libro es una clase magistral de periodismo. Sin lugar a dudas. Es una cátedra del compromiso con la verdad (o al menos el intento de revelarla) y una búsqueda por contar la historia no oficial de las mujeres soviéticas (léase de la U.R.R.S.) que combatieron en la Segunda guerra mundial. Nada más y nada menos. Lo anterior, motivada porque “La historia de la guerra ha sido remplazada por la Historia de la Victoria”, apunta en la página 26.

Al entrar en materia, Svetlana descarga uno tras otro, decena tras decena y centena tras centena, los relatos cortos de mujeres que entrevistó por décadas. Suprime al máximo su voz de periodista-escritora y permite que sean las fuentes mismas quienes narren hechos, sentimientos y escenarios.

Hasta allí, todo correcto. En las 100 primeras páginas el montaje funciona, engancha, arrastra al lector en una lectura fluida y sin complicaciones. Pronto, se manifiesta la necesidad de fortalecer el hígado para asimilar los dramáticos relatos de francotiradoras, enfermeras, maquinistas de tanques y demás oficios bélicos encarnados por unas comprometidas bolcheviques. Ni la sangre ni las tripas, ni las vilezas ni el dolor se hacen esperar.

El bostezo, invitado de mínimo agrado, llega cuando al rozar la página 200 el asunto se revela estático y reiterativo. En breves narraciones, nuevas mujeres toman la posta para contar qué fue lo que sintieron, cuáles fueron sus condecoraciones y cómo les cambió la vida al convertirse en soldados y matar; o al menos al ver morir. Y no es que cada pequeña historia carezca de potencia, ni más faltaba. El quid problemático es que cada nueva voz resulta una vieja conocida, cada nuevo párrafo se asimila a una transcripción con leves cambios de la página anterior, ¡y así se alarga el tema hasta la página 364!

La guerra no tiene rostro de mujer deja claros varios puntos. Uno: las soldados bolcheviques marcharon a la guerra por amor a Rusia y a su régimen. Dos: el conflicto bélico es uno de los grandes misterios de la raza humana; no importa en qué año estemos (1942, 2016 o 2060), revelamos allí nuestra faceta más salvaje (y humana también). Tres: Stalin no solo fue un líder carismático que condujo a su pueblo al triunfo (con el costo de 20 millones de bolcheviques muertos),  sino también un megalómano y asesino que en la posguerra liquidó a todos los que olieran a sospecha, hasta a sus más condecorados héroes. Cuatro: si las mujeres comieron mierda en las trincheras, a su regreso no corrieron mejor suerte, pues las trataron de rameras en sus pueblos y veredas, por el hecho de haber compartido largas y extenuantes noches con los varones (con todo y los apetitos carnales que la abstinencia implica). Y cinco: la mujer no nació para matar.

“De pronto, cuando ya me había alejado un poco de la batalla y el humo se había dispersado, descubrí que estaba arrastrando a un tanquista de los nuestros y a un alemán… Me quedé petrificada: nuestros soldados morían y yo salvando a un alemán. Sentí pánico… En medio del combate, con la densa humareda, no me había dado cuenta… El hombre se estaba muriendo y gritaba… “Ah, ah, ah…” Los dos estaban quemados, negros. Iguales. Pero ahora ya lo veía con claridad: una chapa distinta, un reloj distinto, todo era ajeno. Y ese maldito uniforme. ‘¿Qué hago ahora?’ Arrastraba a nuestro herido y pensaba: ‘¿Vuelvo por el alemán o no?’. Comprendía que si le dejaba, pronto moriría desangrado… Regresé por él. Y continué arrastrando a los dos”. Así se despacha en algún fragmento del libro, en alguna parte de la confrontación, otra de las tantísimas mujeres combatientes…

La obra de Svetlana carece del flujo narrativo que nos da Por quién doblan las campanas (Hemingway, 1940); no genera la intriga de qué va a suceder con los protagonistas. Tampoco goza del magistral hilo conductor de ¿Arde París? (Collins y Lapierre, 1964) que con igual estructura coral sí nos hace temer un final, en su caso por la suerte de la capital francesa. De hecho, el texto de la bielorrusa da cuenta de un tiempo, pero en ningún sentido se puede hablar de inicio, nudo y desenlace.

En épocas donde todo es fragmentario, La guerra no tiene rostro de mujer tal vez sea perfecta para aquellos que gozan chapoteando de uno a otro título (o de una a otra ventana del computador). Quizás esta obra no sea para leer de corrido. A lo mejor sirva para abrir cualquiera de sus páginas en un día cualquiera que se antoje uno de encontrar violencia, odio y compasión en pocos minutos.

El libro de la Nobel me hizo bostezar, repito. No una sino varias veces, porque adolece de exceso. Pero también me sacó unas lágrimas. Es que remueve las entrañas y permite entender que el coraje de Svetlana también recae en evidenciar las contrapartes incómodas de un mundo totalitario como ha sido el suyo. Por eso, aunque cabeceé por momentos, no podría dejar de recomendar su lectura.

La guerra no tiene rostro de mujer, 365 páginas. Svetlana Alexiévich. Debate, 2015. Barcelona.