Me indignan hasta el tuétano las causas y circunstancias de la muerte de Sergio Urrego. Son la muestra fehaciente de cómo una parte de nuestra sociedad es en extremo retrograda, intolerante, y lo peor, en un escenario que supuestamente debe ser lugar de pluralidad: la escuela. Por donde se le mire, el panorama es nefasto. Un docente que se inmiscuye en la privacidad de un estudiante, unas directivas que con una moral de la edad media fabrican artilugios para aislarlo por sus preferencias sexuales y que parecen no conmoverse en lo más mínimo con el fatal desenlace, un conjunto de cartas de despedida que dan cuenta de un joven brillante y sensible que habría aportado mucho al mundo si no hubiera terminado con su vida, en fin. Pero con todo el respeto al profundo dolor de la familia y las y los amigos de Sergio Urrego, debo decir con zozobra, que me cuesta digerir el tono heroico que ha tomado el hecho en manos de la indignación colectiva. Aclaro que mi crítica no es hacia Sergio Urrego y su decisión. Siempre he creído, en aras de la libertad y la diversidad, que el suicidio también es una opción en nuestra sociedad contemporánea, pero aunque lo respeto, no lo comparto debido a mi experiencia vital de lucha contra una enfermedad crónica. Mi crítica es hacia el sentido que ha tomado su acto como símbolo.
El revuelo que se ha producido en medios y redes sociales me genera más preguntas que respuestas: ¿por qué ésta continuación, que parece perpetua, de la movilización social de algunos sectores a partir de la muerte o la tortura?, ¿por qué es tan difícil movilizar a partir de la vida en este país? Personalmente estoy harta de mártires y ávida de líderes, no porque no los haya sino porque es más complicado visibilizarlos. Estoy harta de que lo que movilice, en especial en las redes sociales, sea el “qué vaina”, “terrible”, “país de mierda”. Estoy harta de que el ciudadano del común se sienta satisfecho con pañitos de agua tibia empapados de hashtags, retuits y shares o de que sea tan complicado relacionarlo con un activismo real que incida en cambios sociales, así sea en sus espacios cotidianos. Pareciera que primara una ilusión de acción que no lleva a nada porque se diluye en un océano infinito de información. Y entonces, esos símbolos como #SergioUrrego se van diluyendo y los esfuerzos de los líderes y las organizaciones que quedan, que sobreviven, vuelven al anonimato del día a día de la “opinión pública”.
Le propongo, querido lector, lectora o lectore, que si hace parte de esa ola de indignación, se asome por un momento a la cresta y reflexione más allá de la molestia. Porque aunque sea difícil ver las conexiones en lo cotidiano, acciones como contar un mal chiste de maricas frente a un niño o niña o seguir ciegamente ciertas doctrinas políticas o religiosas son eslabones de una larga cadena de intolerancias simbólicas y reales que llevan al hecho más nefasto de todos: el fin de la vida. Por otro lado, cuando hablo del problema del predominio de la movilización desde la muerte, es porque ésta sólo aporta al trágico ciclo que aqueja a nuestro país. ¿Qué tal si además de eso comenzamos a movilizarnos desde la vida, a reconocer a líderes y organizaciones como símbolos del “sí se puede, con esfuerzo, pero se puede, carajo”?, ¿qué tal si tanto clicktivismo migra a investigar y apoyar de forma real, tangible a una organización, la que quiera, sobre el tema que quiera, con donaciones o voluntariado?, ¿o qué tal si simplemente habla con respeto de estos temas con sus allegados a ver en qué circulo se mueve y qué puede hacer al respecto? Son sugerencias de mi parte, nada más, como siempre.
Y en el caso concreto del apoyo a la comunidad LGBT a la que admiro y respeto, igual. Es momento de pasar de victimizar o “heroizar”, ambas son problemáticas, a reconocer, visibilizar y defender a líderes y organizaciones que logran salir adelante, duramente, pero lo logran en su cotidianidad. Personajes y grupos que a pesar de la turbulencia, resignifican el sufrimiento para volverse líderes y reivindicar sus derechos más allá de las lamentaciones y el activismo por impulso. Es tiempo de visibilizar acciones, asociarse, no sucumbir, no rendirse. Porque la muerte, por más romántica que sea, es un final y por más revuelo que provoque, en nuestro país esos símbolos se diluyen en la esfera pública y caen en el olvido. Mientras que las acciones en vida pueden convertirse en legado, aquí y ahora.