Esta será la última entrada que escribiré desde Colombia. Parto a hacer parte del gran grupo de migrantes que viven en tierras extranjeras. La razón: tengo una enfermedad rara y voy a buscar un mejor tratamiento y calidad de vida. Aunque por mis orígenes europeos siempre tuve la posibilidad de viajar e instalarme fuera, nunca lo hice. Mi decisión fue siempre quedarme. Hoy, con el corazón dividido, quiero compartir con ustedes apreciados lectores y lectoras, algunas reflexiones sobre esto de dejar un país como Colombia.

Ante la opción de emigrar siempre presente, me dediqué varias veces a buscar razones para quedarme. Y hoy lo tengo más claro que nunca: me quedé por amor. Amor a una pareja en un momento, amor a mi familia, amor a mis amigos y amigas, y, también amores distintos. Como el amor a la variada cultura de este país tan diverso, a la adaptabilidad de su gente y su verraquera.

Recuerdo claramente el día que decidí recorrerlo a través de sus carnavales. No logré visitar todos los que quería por mi enfermedad pero disfruté como nunca las “pinticas” en la cara del Carnaval de Negros y Blancos en Pasto (Nariño), las guerras de harina y espuma “Carioca” (eso sí, bien protegida con gafas, pañoleta y poncho), bailar merengue andino al son de las orquestas que tocaban en las plazas inmensas, bebiendo Aguardiente Nariño, comiendo Cuy y compartiendo con la mayor población indígena que he visto en mi vida. Aprendí que “La Cocha” es “laguna” en Quéchua, que una iglesia alberga una escultura de Lenin disfrazado de santo como intrigante manifestación de un escultor comunista y me deleité viendo el sincretismo entre religión y cultura indígena, la burla a la doble moral y todo tipo de manifestaciones en los pintorescos desfiles de comparsas.

Gocé durante 5 de los 8 días que dura el Carnaval del Diablo en Rio Sucio (Caldas), de cantar el himno del carnaval que seguí tarareando durante el mes siguiente. Comí de todo, dormí poco y en la semana posterior me desperté en las noches oyendo música que ya no existía. En la plaza principal le di la bienvenida al Diablo con todo el protocolo, fabricado por las élites del pueblo y me pasé a saludar a la Diabla, fabricada por los comerciantes de la plaza y otros sectores populares como apasionante gesto de resistencia.

Me aventuré por las calles bogotanas empapándome de culturas urbanas, descubriendo el lenguaje del grafiti, los fanzines, la comunicación alternativa. Rockeando en conciertos de punk y hardcore, como la «grupie» más emocionada. Disfruté de caminar sus calles en las noches, visitar bares en compañía de artistas de «performance», tomando cerveza mientras conversábamos sobre amor, libertad, colonialismo y resistencia. Recorrí lugares recónditos de esta ciudad inmensa enseñándole a profes, niños y niñas a plantear proyectos para expresar lo que piensan, a trabajar en equipo, a soñar con otro mundo posible. Mientras aprendía de sus sonrisas y buena actitud ante la adversidad, que este país es mucho más que lo que dicen las noticias. Hice igual en la ciudad de Cali (Valle del Cauca), viviendo su efervescencia, uniendo mis retazos muy al estilo de la película «Los hongos», viviendo ese ambiente bohemio que siempre se actualiza, comiendo marranitas y aborrajado en la tienda «La Colina» que parece suspendida en el tiempo, oyendo al amigo Rafa con sus conferecias sobre salsa.

Visité sus playas en la costa Caribe, nadando en la mezcla de aguas salada y dulce en las playas de Palomino, o comiendo pan de chocolate y bañándome desnuda en el Tayrona. Me quedé debiendo una ida al Pacífico, aunque perdí el aliento ante el cielo estrellado al borde del Amazonas e hice el amor cada noche, en medio de una oscuridad impenetrable, amenizada por los ruidos, cantos, chillidos, de la vívida selva nocturna. Nadé en las aguas de los pequeños lagos que rodean el gran río, viendo las burbujas del movimiento del Pirarucú, pez de agua dulce más grande del mundo, escuchando los monos aulladores, abrazando un manatí bebé que se llamaba Juanita. Escuché los poemas del poeta Salvador, al borde del río Meta en Orocué (Casanare) dónde dicen que José Eustacio Rivera escribió “La Vorágine”. Volé en aeroplano sobre el municipio, liberándome de tener los pies en la tierra durante unos minutos, pero notando el cambio en el paisaje por los cultivos de palma. Conversé con Don Melecio, llanero de veras, que decía entre lágrimas cómo extrañaba “echar llano” en ese territorio ahora tan distinto por las cercas y las petroleras.

Son sólo unas de las numerosas cosas que me daban más y más razones para quedarme y hoy se las comparto como una invitación abierta. Por las vueltas que da la vida hoy debo marcharme. Así como esta tierra y su gente ofrecen cosas maravillosas, también me marca el contraste de aquello que nos obliga a dejarla. En mi caso, me enfrenté a un sistema de seguridad social perverso que funciona dándole más importancia a los números que a las personas. No es un problema sólo de aquí, ni me ha ido tan mal comparado a otros casos que conozco. Pero no son claras las reglas y esa incertidumbre nos va matando la paciencia y los sueños, incluso a los más duchos.

Aunque lo he enfrentado con optimismo y una sonrisa constante, en mi nueva condición me cuesta cada vez más enfrentarme al desorden de cosas tan básicas como el transporte. Pasan los días y un vacío ha ido apareciendo, haciéndome vulnerable a cosas que enfrentaba antes con valentía. Disfruto de mi soledad pero quiero compartirla. El sentirme tan única en el mundo me sobrepasa y por eso la opción hoy es ir a otras latitudes donde hay pacientes con mi enfermedad, a una ciudad cosmopolita dónde parece que la diferencia es más llevadera en las relaciones, amorosas, de amistad y laborales.

Le apuesto a eso, mi familia que viaja conmigo le apuesta a eso. Pero partir siempre es duro a pesar de todo… mi corazón está emocionado y dividido, inflado y seco a veces. Como en toda despedida, los afectos ocultos se exaltan y me he dado cuenta de que me aman mucho y amo a muchos y muchas. Es una sensación muy bonita y “me llevo una maleta, pero no el equipaje”, como me dijo un amigo con sus metáforas disparatadas. Se quedan cosas hermosas, amistades nuevas y viejas que sé nunca terminarán, amores que quedan en punta mientras se distribuyen mis cargas, recuerdos, aprendizajes, vida, mucha vida. Pero también soy “avión de carga”, siguiendo con las metáforas, que deja y lleva, y allá me llenaré de más cosas bonitas que seguiré compartiendo física y virtualmente con este país complejo y maravilloso. Cuídenmelo, cuídense, cuiden. Quiéranlo, quiéranse, quieran. Hasta luego, por ahora.

@caroroatta

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