Entre las muchas cosas perturbadoras de los atentados en Paris este 13 de noviembre, me impactó la evolución de mis reacciones a medida que me enteraba de más y más detalles de la tragedia. En este escrito intento observarlas y comprenderlas con usted, querido lector o lectora, a ver si logramos juntos matizar los hechos y ser optimistas ante lo injustificable.

Lo comparto porque mi intuición me dice que muchos colombianos y colombianas pueden identificarse con mi sentir y verbalizar sanamente algunas contradicciones que sé nos cuesta aceptar, al vivir o venir de un país en guerra y enfrentar o conocer hechos de esta dimensión.

Pienso también que todas las personas en Francia, Europa y porque no, el resto del mundo, necesitan siempre en medio del caos, de voces que digan que así todo esté sombrío y tengamos miedo de unos y otras, la rabia y las represalias no son la única reacción posible. Esta es una voz de llamado a reconocerlo.

Me enteré de lo que estaba ocurriendo por una llamada de una amiga muy querida que me preguntaba sin ninguna introducción: “¿estás bien?”. “Claro, le dije, porque no lo iba a estar”. Y empezó a explicarme lo que veía en las noticias. Sólo cuando estaba en Bogotá, esa pregunta tenía tales dimensiones de vida o muerte, y que hoy me la hicieran estando en París era muy confuso.

No sentí nada. Estaba anestesiada y al notarlo solo me preguntaba si me había vuelto insensible después de toda una vida expuesta a noticias diarias de muertes y atentados con cifras que ya ni comprendía. 10, 30, 100 víctimas, no recuerdo que en Colombia me dijera algo esa diferencia –qué horrible-. Se volvían sólo una estadística descontextualizada en las voces de los medios amarillistas.

“Pensar que a nosotros nos pasa a diario y a estos pobres franceses les debe dar muy duro”, comentaba desde un lugar de mi consciencia que no logro descifrar, en un debate interno entre un “¿se lo buscaron?” y un “¿si huí de eso por qué ahora ocurre aquí?”

“Hirieron a un compañero que estaba en el concierto”, me dijo mi hermana por teléfono. Shock. Me puede tocar a mí, a mi familia, a mis amigos. Llanto. Impotencia.

Y sí,  sentí rabia, tuve miedo. Lograron el cometido de aterrarme, no solo ante el sinsentido de un movimiento que se reivindica sacrificando vidas como matando mosquitos en nombre, dicen, de una religión, que hasta donde sé, profesa el amor; sino también ante el racismo y la polarización que esto puede provocar en una sociedad asustada y dependiente del Estado Benefactor.

Mi humanidad rompió esa calma irreflexiva con un miedo contraído en el pecho, preguntándome por las formas como un montón de ignorantes (analfabetas o ilustrados, los hay de todo tipo) pueden reaccionar a este tipo de ataques.

Harta ya vengo de ver al partido de extrema derecha cada vez más mediático con sus discursos xenófobos y de notar que la policía en Paris, en una lógica de lo no dicho, requisa más de la cuenta a personas con marcas raciales y étnicas de África Central y del Norte.

Me repudia ver los discursos politiqueros que reducen a un ataque a los «valores de occidente» lo que hoy es consecuencia de décadas de políticas internas que segregan en la práctica lo que en el discurso llaman «integración y multiculturalidad» y de las imposiciones de su política exterior que justifica interpretaciones perversas de cuestiones como la «paz» o la «libertad».

Pero entonces en el pasar de las horas comencé a ver otros matices que como chispitas de luz iluminan mis reflexiones…

“No sé cómo explicárselo a mi hija pero sé que tengo que ser yo quien se lo diga y no sus compañeritos de colegio”, me escribió mi compañero nacido en el Sud Oeste francés mientras intercambiábamos mensajes para saber si nuestros cercanos estaban bien.

“Nunca te he dicho que te quiero. Te quiero mucho y me inquieté por ti. Temí que algo malo te hubiera pasado”, me escribió un amigo de Colombia resumiendo el espíritu amoroso de las decenas de mensajes que me enviaron a lo largo de la noche.

Jamás habría imaginado que el mensaje de una Embajada activando su sistema de atención de emergencias lo fuera a recibir del Consulado de Colombia en Paris y mientras lo leí, en medio de lágrimas vinieron las conclusiones que quiero compartir.

Con las sirenas sonando a lo lejos noto esta mañana que tras el miedo está un sentido de humanidad íntimamente ligado a la solidaridad. Dónde sea, aquí o allá, y a pesar de que la vida hoy sea tan subvalorada de múltiples maneras, incluso no tan explícitas como estos asesinatos sino más sutiles como la inequidad y la pobreza, ESO es lo que debe primar.

De la noche del 13/11 me queda un sinsabor muy grande, sí. Pero también me queda la posibilidad vuelta casi un motivo de lucha. El precepto claro de que a pesar de lo terrorífico de estos hechos el amor, la solidaridad, el cuidado, se tejen en un segundo plano –no siempre tan visible y palpable- y son la energía que nos dará la fuerza para no sucumbir ante el miedo.

Quieren alejarnos y polarizarnos pero no siempre lo logran, no. También nos unen. En algunos mensajes, en reflexiones, en la preocupación por nuestros familiares o allegados susceptibles de ser etiquetados como terroristas, por las y los franceses que ven llegar la muerte a sus calles que siempre les pintaron tan seguras y tranquilas; por los miles de colombianos y colombianas acostumbrados a la violencia a diario.

No sé qué vaya a pasar pero siento que el mensaje, por lo menos de mi parte, debe ser claro. No tengo miedo. No tengamos miedo. Es mi invitación desde el corazón.

@caroroatta

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