«¿Dónde están mis gafas?», gritaba el papá de Camila, mientras recorría la casa apurado por enésima vez esa semana antes de ir a trabajar. Camila lo oía rebolotear mientras jugaba en su Ipad sentada en el sofá, esperando para que la llevara al colegio.
Era una niña de siete años, hija de una pareja que se divorció cuando ella tenía dos. Papá y mamá lograron separarse en buenos términos y acordaron que cada uno la tendría en su casa una semana sí, una semana no. Esa rutina desde tan pequeña le había ido moldeando una particular madurez, muy prematura para su corta edad.
Se notaba sobre todo cuando hablaba. Usaba palabras y expresiones elaboradas que parecían ser «las palabras que su mamá le pone en la boca». Y hacía preguntas que habrían puesto a pensar seriamente a cualquier filósofo. «Papá, ¿si el sol no existiera, los colores tampoco existirían?».
También tenía su faceta de niña, por ejemplo cuando jugaba con su Ipad esa mañana. O cuando le hacía rabietas porque no quería comer o ponerse sus zapatos. Pero no era una niña muy activa. Casi no le gustaba ir al parque y no había querido aprender a montar bicicleta porque le daba miedo caerse. Prefería quedarse en casa, jugar en su pantalla, leer (no había tele en casa de papá), o hacer manualidades recortando y coloreando papel.
«¡Camila! suelta esa pantalla y busca mis gafas. Hace un rato las tenías», gritó papá mientras la niña saltaba en la silla, «¡rapidito que vamos a llegar tarde!».
Papá llevaba cada 15 días a Camila al colegio antes del trabajo. La Nana la recogía en las tardes y se quedaba con ella hasta las 8 o 9 de la noche. A su corta edad, ya había tenido tres. Se solían llevar bien. Pero a la hora de hacer las tareas, comer o tomar la ducha, casi siempre Camila se volvía cansona y caprichosa. Se quejaba de lo que le sirvieran y lo rechazaba con displicencia. Muchas veces gritaba a la Nana y cuando papá llegaba le gritaba a él también.
Cuando papá le quitó el Ipad de las manos y la obligó a que le ayudara a buscarlas, Camila se puso muy brava, le habló fuerte, fue grosera y se puso a llorar. Papá solía ser muy paciente e intentaba hablarle antes que castigarla. La familia le criticaba mucho esa actitud porque «eso se arregla con un buen lapo y ya está».
«Fui yo quien escondió tus gafas papá», le explicaba Camila mientras sollozaba, «cuando las tienes puestas y te vas a trabajar siento que desaparezco para ti». Papá quedó petrificado.
«Te vas a tu trabajo y llegas muy tarde. Es como si yo no estuviera aquí». Papá estaba confundido ante la lucidez de las palabras de su pequeña. No sabía qué responder (no era un hombre de muchas palabras). Solo la abrazó y le dijo suavemente que no pasaba nada, que por favor se las entregara para poder salir y no llegar tarde al colegio.
Esa tarde Camila no vio a su Nana a la salida. Estaba papá que vino de sorpresa a recogerla. Fueron a comer una cajita feliz, jugaron un rato en el parque e hicieron manualidades juntos antes de ir a dormir.
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