A pocos días del final del receso legislativo, es oportuno llamar la atención sobre el equilibrio e independencia de los tres poderes en Colombia, que son base de una democracia, incluyendo la nuestra. Entre más se acerca una democracia a su final, o entre más esté enfocada en un autoritarismo de preeminencia presidencial, más se tiende a mostrar que se tiene democracia por el solo hecho de que sus ciudadanos asisten un día a las urnas para definir el ejecutivo y otro día, o el mismo, a elegir el legislativo, así de esas mismas elecciones quede un manto de dudas, al conocer actos que pudieron modificar esos resultados.
La democracia es mucho más que eso y si de algo se precia la colombiana es que en la Constitución del 91 se mejoró y empoderó, a través de la inclusión de mayores herramientas de pesos y contrapesos, las funciones de los tres poderes, reforzándo este sistema y mejorando las oportunidades y mecanismos de amplia participación, incluso del pueblo soberano, para exigir que esos poderes que emanan de ese mismo pueblo, garanticen esa separación de poderes como una salvaguarda esencial para la estabilidad democrática.
La separación de poderes no constituye un invento exclusivo de Colombia ni surgió de manera súbita, iluminando la humanidad. Este principio, arraigado en fundamentos universales, constituye la base misma del concepto democrático de gobierno. Su esencia radica en garantizar el principio de legalidad, donde las acciones del ejecutivo deben alinearse con las leyes emanadas autónomamente por el legislativo, para preservar la integridad del sistema legal, asegurando que ninguna rama de poder esté por encima de la ley y que todas sean responsables ante ella.
La separación de poderes se erige como un pilar fundamental para preservar el tan cacareado pluralismo y la diversidad en una sociedad democrática. Asegura que las decisiones políticas reflejen la amplia variedad de opiniones presentes en la sociedad, evitando la monopolización del poder por un solo grupo y, aún más crucial, por un individuo. Este principio no solo resguarda la esencia de la democracia colombiana, sino que se erige como un componente esencial en la defensa de los valores universales que buscan una sociedad justa, transparente y participativa.
Todo lo anterior no puede desligarse en ninguna las tres ramas, en representación del pueblo, de donde surgen como representantes, su responsabilidad de seguir a la letra la constitución, incluyendo la parte donde todas sus acciones deben estar encaminadas al bienestar general del pueblo que los elige y/o al cual representan. De manera que, la función legislativa debe estar orientada al bienestar del pueblo como fin último; la función ejecutiva a orientar las decisiones políticas a mejorar la condición de los habitantes de la manera más general posible y la judicial a que sus decisiones lleven a alcanzar la más cordial convivencia, con base en la justicia que imparten. Así, el respeto a la Constitución y la preservación de la independencia de poderes en la democracia, contribuyen al bienestar colectivo, tan olvidado últimamente.
La preocupación por la preservación de la independencia de poderes surge al observar, a través de la transmisión pública en televisión, en especial en el Congreso de la República, ministros prácticamente presidiendo las sesiones de la Cámara de Representantes, aparecen el presidente de la Cámara y a ambos lados un ministro; que han llegado incluso, funcionarios designados a dedo, a increpar a miembros elegidos para representarnos y, en el fragor de los debates, llegar a responder directamente cada posición de representantes o hasta darles la palabra,
En contraste, al analizar fotografías y transmisiones de un Consejo de Ministros, jamás vemos un congresista presidiéndolo; menos en una sesión del Consejo de Estado o de una alta corte siendo presidida por un congresista o un ministro. ¿Porque debe ser diferente en el recinto del congreso? Por el contrario, en concordancia con los otros, que mantienen su independencia, en el congreso los miembros del ejecutivo y del judicial solo deberían ir cuando los citen, ir a lo que se les invita, tener un puesto en la tribuna de invitados, así sea de honor, intervenir cuando el presidente de la sesión se lo requiera, dejar deliberar libremente, sin estar presentes en el momento de la votación y mucho menos reclamar o señalar dentro del sagrado recinto del Congreso, a quienes no voten a favor de su conveniencia. Estos hechos observados, contrarios al principio de independencia, plantean la necesidad imperiosa de reafirmar la separación de poderes para salvaguardar la integridad de nuestra democracia.
Afortunadamente, las iniciativas legislativas más trascendentales en debate en el Congreso, en esta legislatura tienen su trámite en el Senado de la República. Bajo la dirección de un Presidente, ya mucho más curtido en las lides políticas, quien se ha comprometido públicamente en hacer respetar esa corporación y garantizar el debate adecuado y participativo. No obstante, es imperativo que esa independencia del senado incluya no tener un funcionario de otro poder detrás de cada curul y menos presidiendo sus sesiones, indicándole al legislativo lo que debe hacer. Las declaraciones del actual presidente del Senado generan esperanza de que se restablecerá la autonomía del poder legislativo y que esto va a garantizar que dejemos el cambiar por cambiar, que no sea para peor, que lo que está bien no se toque y que el Senado tenga la independencia para incluso diseñar su propia agenda, no bailar el vals que le toque el ejecutivo y con la amplitud de los pasos que este le exija, garantizando así un proceso legislativo genuino, legal y eficiente.
En conclusión, la democracia trasciende la mera expresión del voto en un día específico; es un compromiso constante con la Constitución y las leyes a lo largo de los cuatro años de cada periodo ejecutivo y legislativo. Este compromiso implica el ejercicio independiente de las funciones constitucionales de cada poder, la preservación de las instituciones y la orientación hacia el bienestar general, por encima de los intereses partidistas o individuales. La auténtica salud democrática se mide no solo en la jornada electoral, sino en el respeto continuo a los principios fundamentales que garantizan una convivencia justa y equitativa para todos los ciudadanos.