“En nombre del pueblo…” Así comienzan leyes, decretos y discursos de políticos de todas las ideologías. La Constitución de 1991 de Colombia menciona: “La soberanía reside exclusivamente en el pueblo”. La palabra tiene un peso casi sagrado, un aura de legitimidad que pocos se atreven a cuestionar. Pero, ¿quién es ese pueblo del que tanto se habla? ¿A qué nos referimos cuando decimos que algo se hace por, para o desde el pueblo?
Hoy, el término se usa con tanta frecuencia como ligereza. Basta con que una minoría gane una elección, una consulta o incluso una encuesta para que afirme representar la voluntad del pueblo entero. Pero detrás de esa fórmula grandilocuente hay un problema profundo: hemos vaciado de contenido político real lo que alguna vez fue el corazón mismo de la democracia.
El pueblo está en la política desde sus inicios, en la democracia ateniense del siglo V a. C., el demos —la palabra griega para pueblo—era la base del poder, que permitía a los ciudadanos participar directamente en las decisiones de la ciudad. De hecho, era un verdadero gobierno por el propio pueblo, ya que no elegían a otros para decidir por ellos: debatían, votaban y gobernaban en asambleas abiertas, de una manera verdaderamente democrática, donde los intereses de todos debían ser tenidos en cuenta. Quienes eran considerados parte del pueblo, ejercían el poder de forma directa y constante. El pueblo era real, activo, no una simple etiqueta o formula política para validar el poder de una sola persona.
El termino pueblo empezó a perder su fuerza política real en la República romana, con el famoso Senatus Populusque Romanus (el Senado y el Pueblo de Roma) que a pesar de aparecer en estandartes y documentos, en la práctica el poder ya se concentraba en una élite. El pueblo votaba, sí, pero su voluntad estaba mediada por estructuras jerárquicas y, con el paso del tiempo, manipulada por caudillos o emperadores. La fórmula sobrevivió, pero el contenido democrático se erosionó. El pueblo empezó a ser nombrado más de lo que era escuchado, hasta nuestros días, que es más usado para respaldar las más increíbles iniciativas, que escuchadas sus reales necesidades, las cuales se someten a los intereses de quienes logran ser elegidos para “representarlos”, muchos haciendo más lo que les provoca que lo que prometieron al pueblo, ni siquiera a la minoría, que les dio el poder en las urnas, y definitivamente en contra de las mayorías, votantes contra ese ganador más no votantes.
Después de las siguientes épocas de la humanidad, el concepto del pueblo ha ido variando, aunque en esencia sigue siendo el mismo, llegando a épocas recientes en que el uso de la palabra “pueblo” ha llegado a un punto crítico. Gobiernos autoritarios, partidos tradicionales, movimientos de protesta, organismos internacionales, etc. aseguran hablar en nombre del pueblo. Usando el término general, aprovechándolo en su beneficio, sin decir de que pueblo hablan. Algunos consideran el pueblo a quienes votaron por ellos, otros utilizan a los más pobres, cada vez más a las minorías, pero pocos respaldan sus intenciones, anuncios y políticas en el beneficio de la nación entera.
Para muchos “líderes”, “el pueblo” se reduce a un grupo que coincide con los intereses del que habla, o incluso peor, le habla a un grupo que les cree que está actuando para sus intereses, que hacen creer que coinciden con los propios de quien habla. Así, una medida impopular puede venderse como “voluntad del pueblo” si tiene respaldo en una consulta mínima, o si se justifica con un relato épico, que hoy llaman “social”. Lo preocupante es que este uso amañado del término pueblo va realmente orientado a desactivar un verdadero control democrático, haciendo creer que, si el pueblo lo quiso, nadie puede oponerse o siquiera criticarlo, haciendo ver a quien lo hace que actúa en contra de ese pueblo, cada vez más imaginario.
Se puede decir que la Constitución del 91 incluyó mecanismos de participación directa, deliberación ciudadana, control social de las decisiones públicas tendientes a confiar en su capacidad de pensar, proponer y gobernar, de volverlo un sujeto con poder real, no solo simbólico, al menos en la letra, en la teoría. Desafortunadamente en Colombia hay un dicho: “hecha la ley, hecha la trampa”, tal vez el más popular de todos, lo cual ha convertido estas herramientas de participación ciudadana en otra manera de validar el mal uso del término pueblo. Quien tiene el poder trata y a veces logra, utilizarlas para sus propios fines políticos, manipulando el pueblo, las herramientas de participación, o los sistemas de votación o su conteo, para validar iniciativas descabelladas, incluso en contra de ese propio pueblo.
Durante más de 60 años de conflicto armado, “el pueblo colombiano” fue mencionado constantemente en comunicados de gobiernos y grupos al margen de la ley. Estos grupos ilegales decían luchar “por el pueblo oprimido”; el gobierno de turno afirmaba defender “al pueblo colombiano” de los violentos. Pero en realidad, ese pueblo fue más víctima que protagonista. Fue el cuerpo que puso los muertos, los desplazados, los desaparecidos. El pueblo, como sujeto activo de decisiones, brilló por su ausencia.
Incluso en momentos clave como el plebiscito por la paz en 2016, el resultado mostró una realidad compleja: una mayoría votó “No”, y los acuerdos de paz se firmaron en términos que el pueblo había rechazado, se hizo exactamente lo contrario de la voluntad del pueblo soberano, con la participación de gobierno y una supuesta oposición, cuyos líderes después de llevar furibundamente a muchos a votar por el NO negociaron para que fuera SI, y todos (el pueblo) sufren hoy las consecuencias de desobedecerlo. ¿Fue esa la voluntad del pueblo? ¿De cuál pueblo? Las respuestas a estas preguntas dejan en muy mala posición el uso de las herramientas de participación popular, que sanamente se incluyeron en la Constitución del 91.
Como todo en la ley y en la constitución, como la de mayor jerarquía, hay reglas para el uso de esas herramientas de participación, hay controles intermedios y pasos a seguir para evitar que uno solo de los tres poderes se apropie de la herramienta, en favor de sus intereses. Si el uso de una herramienta de participación ciudadana inicia de forma fraudulenta desde el momento de convocarla, es una evidencia casi que un hecho, de que va a ser usada para intereses particulares y que quien se salta pasos, acude a instancias diferentes a las ordenadas, u ordena su uso sin ser su función o derecho, es porque pretende obtener los resultados de una manera u otra. Esto desvirtúa totalmente la filosofía de confiar en la capacidad de pensar, proponer y gobernar del pueblo, de verdaderamente volverlo un sujeto con poder real.
En el caso del gobierno presente, es bastante inexacto que hable de actuar en nombre del pueblo colombiano, cuando fue elegido por 11.291.986 votos, de más de 52 millones de habitantes, y menos decir que representa al pueblo más que el congreso, que fue elegido con 16.278.961 votos. Aún menos, cuando en estos 3 años de gobierno, numerosos lideres se manifiestan claramente arrepentidos de haberlo acompañado en la campaña electoral, algunos de ellos hoy son sus más férreos opositores, incluso más críticos que los partidos formalmente en la oposición. En este momento se puede calcular en mucho menos de los 8 millones de posibles votantes para sus iniciativas, que de 52 millones, definitivamente no son “El Pueblo”.
Es hora de ser más conscientes de lo que entendemos por “pueblo”. No para descartarlo, sino para rescatarlo. El pueblo no es una masa uniforme, ni una fórmula mágica. Es una construcción política compleja, hecha de voces reales diversas, contradicciones y acuerdos difíciles, donde estamos incluidos todos, no son imágenes de personas de fantasía, totalmente abyectas a una persona, el pueblo somos todos, quien escribe esto, quien lo lee, todos los habitantes de este hermoso país que todavía llamamos Colombia.
Porque si no recuperamos el sentido original del pueblo —el de Atenas, el de la soberanía activa, el del ciudadano que decide—, seguiremos atrapados en una paradoja: cada vez más decisiones “en nombre del pueblo”, pero cada vez menos pueblo decidiendo. Por eso, cualquier uso de una herramienta de participación ciudadana debe iniciar de manera legal desde el primer instante, debe pasar por los controles establecidos por la constitución, a través de la institución que realmente le corresponde cada paso para su aprobación, en los tiempos correctos y cumpliendo estrictamente con la normativa que garantice que al llegar a manos de ese pueblo no vaya tan manipulada que al final, el resultado del uso de la iniciativa de participación ciudadana, no vaya a ser lo que una persona o un grupo haya manipulado, que realmente sea la decisión de ese pueblo soberano.
Es más que evidente, cuando las marchas son una expresión autentica y espontanea del pueblo, no hay buses, no hay mingas, no hay almuerzos ni refrigerios gratis y mucho menos encapuchados, ya que nadie debe esconder el rostro para reclamar algo legítimo. Cuando la marcha es exigida por una autoridad, o producto de un liderazgo negativo, se presentan hechos violentos, encapuchados que nadie sabe quiénes son, ni quienes los llevan y destruyen bienes públicos, estas marchas realmente no representan al pueblo y perjudican sus intereses.
No debemos temer a lo que algunos políticos llaman el pueblo, debemos exigir que nuestro nombre no se use sin nuestra autorización, el voto que algunos dieron por un gobierno no es una letra en blanco, ni una patente de corso, el voto se da de acuerdo con la ley y bajo el entendido que quien lo recibe va a respetar la constitución y las leyes, no puede actuar en su contra a nuestro nombre. ¡el pueblo somos todos, tú, yo, él, ella, ellos y nosotros, todos somos el pueblo!