Siempre la imagino desnuda. De espaldas a mí y frente al espejo, con las nalgas firmes como cuando tenía 19 y jugaba voleibol en la universidad. La dibujo molestando con sus senos, apretándolos y dejándolos caer, emocionada sintiendo lo pesados y grandes que se volvieron desde la primera vez que hicimos el amor. La escucho susurrando mientras se enumera los lunares del cuello –la cuenta siempre llega hasta 8-, preocupada por la nueva mancha blanca junto a su pezón izquierdo y preguntándome si aún me vuelve loco su ombligo salido.
A veces escucho Sympathy For The Devil de los Rolling Stones y puedo verla bailando frente al televisor solo con sus tangas azules y mi camisilla del equipo de básquet con el número cinco en la espalda, persuadiéndome de ver fútbol. Así lo hizo en la final de Boca Juniors y Once Caldas en 2004, por su culpa jamás vi la atajada que Henao le hizo a Cángele en el último penalti. La veía a ella, moviéndose como una niña que sale de la ducha para bailar dando brincos en la cama. Esa noche celebramos el triunfo de la Libertadores con media botella de vino que yo guardaba desde su cumpleaños. No hubo sexo, el placer de ganar la Copa fue suficiente.
La recuerdo llorando, comiendo helado de chocolate mientras veía Forrest Gump. No entendía por qué Jenny trataba como basura a quien la amaba, como si esto no fuera algo natural en todas. Después besaba mi cuello con la boca pegachenta, buscando verme furioso. Sabía que a los enamorados nos gusta que nos hagan lo que odiamos siempre y cuando sea con amor, por eso se esforzaba por quitarme las gafas, mirarme los pies cuando no traía medias y abrir mi boca a la fuerza para contar los dientes que tengo torcidos. Las vuelve locas sentirse dueñas de nuestros complejos y debilidades, es parecido a lo que ellas sienten cuando las vemos en la cama sin maquillaje y despeinadas. Es una especie de prueba de amor para el ser humano, consumir la inseguridad del otro.
Extraño las cosas que uno hace cuando sale con alguien, mirar la cartelera de cine buscando el estreno romántico de la temporada, cortar los pelos de la nariz para que no se asomen al reír, comprar una camisa Eton y unas medias Arturo Calle para la cena de aniversario; buscar un restaurante diferente, en el que pongan Maybe de Asa y vendan vino para besarla después del brindis. Llamar un domingo en la tarde mientras llueve, visitarla un miércoles –que es el peor día de la semana-, con un pastel de chocolate para engordar al tiempo. Ir al zoológico, dormir en la misa, compartir las papas fritas y besarle el cuello mientras lee en pijama con los pies encima del escritorio.
Hace dos días me llegó un correo avisándome que terminó su doctorado en Francia y regresa al país por un par de semanas mientras decide qué hacer con su vida. Preguntó si estoy interesado en verla pero preferí no contestar para que no piense que la espero, tal cual le prometí ese jueves que nos despedimos en El Dorado a las 9:26 de la noche antes de su vuelo.
No le voy a responder, no es necesario. Cuando termine este artículo iré a Arturo Calle a comprar las medias azules más bonitas y baratas que tengan, espero haya 2 x 1.
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