Ilustración: Tina Ovalle

Uno debería follar indiscriminadamente con todo el mundo hasta los 30 años, luego formar una familia y dedicarse a trabajar y dar amor. Suena hermoso, pero también podemos considerar la idea de mandar todo el mundo al carajo y quedarnos con lo que sobre: nosotros, aunque seamos poca cosa.

Hace rato nos envenenaron con la idea de que debemos buscar el amor en todas las personas que conozcamos, como si fuese el fin único de la existencia. Y viene de atrás, de las novelas mexicanas y venezolanas que inundaron Colombia hace más de cuatro décadas, de la música para planchar -siempre depresiva y arrodillada-, y sobre todo, de no saber manejar la soledad. El error está en pensar que el fin de la existencia es aparearse y tener cría y eso no es amor, es instinto. No hay que ser humano para llegar a eso. Mucha gente se casa solo por no quedarse atrás, para que no la deje el bus y luego los matrimonios acaban llenos de odios viscerales –que es en lo que terminan casi todas las relaciones cuando terminan-. Nos falta aprender más de quienes deciden vivir y morir solos, que es una de las hazañas más difíciles, pues eso de convivir con uno mismo es un suplicio, sobre todo cuando no sabemos cocinar.

En este mundo hay muchos para quienes la felicidad es viajar, cocinar o drogarse sin necesitar de alguien más, y es divino porque se vive sin el martirio de buscar una compañía perfecta. El secreto está en entender que el amor y la plenitud son fines personales y no colectivos, que el placer está en los fetiches individuales, en lo que estudiamos o hacemos para ganarnos la vida. Y aunque las mejores cosas que puede tener un ser humano son dinero y sexo por montones, para soportar la soledad es suficiente con mirarnos al espejo sin rabia por las decisiones que hemos tomado ni vergüenza por vernos tan horrible en bola. Amémonos.

 

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Ilustración: @tinaovalle15