Mi mejor amigo va a ser papá y soy yo quien está cagado del susto. Pero es algo leve. Se trata de un pequeño vacío en el pecho, de esos que sientes cuando tu avión va a despegar y de repente escuchas unos ruidos extraños, como si el esqueleto de la aeronave estuviese despertando un domingo después de muchos martinis. ¿Cómo no llenarse de pánico si el vuelo puede estrellarse a mitad de la noche mientras escuchas tu canción favorita? Lo ves a cada rato en los medios, bajas a sacar la basura y cuando subes con el periódico hay una foto en primera plana de otro avión que no aparece.

Lo de mi amigo no tiene nada de grave y dudo que esté en la prensa. Aun así, al enterarme de que su bebé está en camino sentí ese escalofrío de los miedos cotidianos, esos que en un segundo recorren el cuerpo y llegan hasta el tuétano. Es normal, te sientes vulnerable y puede pasarte, me dije. Así es con todo, no sabes cuándo encuentres al amor de tu vida y tampoco el día que un terrorista se sentará a tu lado mientras vuelas de vacaciones a Cancún. Todo puede pasar, unas noches atrás encendí la televisión y vi como unas escaleras eléctricas se tragaron a una mujer en un centro comercial. Ahora no solo me asustan los embarazos, también encender el televisor.

Hay que ver con cuantos miedos cargamos en el día a día. Solo tendríamos que fijarnos en lo que sentimos cuando el cajero se demora en contar el dinero,  cuando recibimos las espeluznantes llamadas de los bancos o al conocer las tarifas de los servicios públicos. Llevamos -sin darnos cuenta-, pequeñas angustias cotidianas, es como cuando de niño te prohíben hablar con extraños y luego en tu primer día te dejan solo parado frente a la escuela. A ver cómo te va.

La vida sería más sencilla si todo dejara de asustarnos.

@jimenezpress

 

Ilustración: Tina Ovalle