Las fotos
Una de mis mejores amigas de la universidad tiene 30 años y ha decidido no casarse, dice que en su gato encontró la compañía perfecta que necesita para sentirse realizada. Su cuenta de Instagram está llena de fotografías de Dante, con reseñas en las que agradece a Dios por tanto. “Estoy obsesionada con él”, dice, “es como el hombre soñado, siempre está cuando lo necesito y sin infidelidades”. Así están sus cosas, ella insiste en que su única patología es la felicidad extrema, si se le puede llamar felicidad extrema a tener un gato. Un gato que no habla, como todos.
Cada uno se obsesiona con lo que se le cruza con tal de que sirva para engañar la soledad. Hay algunos con trastornos obsesivos compulsivos por la limpieza, gente que pasa una hora en la ducha sin saber que disfruta de estar enferma. Es lo mismo que en las relaciones tormentosas, gozamos creyendo que el amor se trata de joderle la vida al otro para convertirnos después en algo inolvidable. No es culpa de nadie, si nunca nos enseñaron a amar mucho menos a obsesionarnos.
En las noticias a cada rato presentan historias de personas obsesionadas con sus parejas que terminaron asesinándolas, lanzándoles ácido o mordiéndoles la cara. Hablan de ellas como si el amor fuera la única obsesión que existe, como si el resto no viviéramos enfermos a nuestra manera. El transporte público va lleno de ninfómanas, cocainómanos e insomnes que se comen en silencio su patología sin poderla presumir en Instagram como con los gatos.
El gobierno debería habilitar una línea de emergencia para llamar a reportar a quienes suben más de 30 fotos al día de sus mascotas. Existen miles de formas distintas de gritar por ayuda.
Ilustración: Tina Ovalle.