Me da miedo perder mis fotografías. No hablo de imágenes profesionales sino de las fotos cotidianas, de esas que uno se toma con el celular a cada rato. Simples la mayoría, pero con lo frito que tenemos el cerebro una foto de hace dos días puede ser un tesoro para la memoria.

Por eso me gusta cuando Facebook muestra algunos recuerdos que ya se habían perdido en la cabeza y aunque nos bajoneamos un rato es bueno porque revivimos personas o micromomentos que un día fueron la felicidad absoluta –así hoy solo sean una foto más de los 400 millones que subimos a esta red cada día-.

En mi caso tengo un disco duro con 300 gigas de carpetas que guardan lo mejor de mi vida. Son alrededor de 40 mil archivos que van desde mi traga del colegio, el grado de la universidad y hasta la borrachera del fin de semana pasado. Qué días encontré una foto de mi primer trabajo como periodista, cuando soñaba con ganar el Pulitzer y me removió el corazón. Es lindo ver esas imágenes en las que uno aún conservaba algo de ingenuidad o inocencia frente a lo que vendría después. Entonces noté que en las fotos sonreímos como si los que nos rodean al momento de cerrarse el obturador fuesen a estar con nosotros toda la vida.

No debería estar escribiendo sobre esto. Estoy asustado de lo nostálgico que ando últimamente. No creo que sea culpa de la crisis de los 30, he sido existencialista desde que tengo memoria pero así sobrevivo. A veces trato de ayudarme mirando películas y escuchando canciones que en algún momento me hicieron feliz y funciona en el instante pero después me suelto a llorar como un niño. Y recuerdo todos los traumas infantiles, después los mezclo con los días más felices de mi vida y me vuelvo nada. Recuerdo por ejemplo cuando mis papás nos anunciaron a mi hermano y a mí que se separarían. Esa noche lloré hasta quedarme dormido convencido de que al despertar al día siguiente todo volvería a la normalidad. Pero no funcionó, fue algo así como apagar y prender el televisor esperando que la vida se arreglara.

Hace poco tuve que organizar mis 300 gigas de fotografías y encontré varias imágenes que me derrumbaron, entre esas esta foto con mi uniforme de colegio. Buzo azul oscuro y camisa blanca -salgo  de mal genio porque el fotógrafo pidió quitarme las gafas para que el flash de la cámara no rebotara en mis lentes-. El caso es que me solté a llorar y como vivo solo aproveché para llorar duro y sin pena. Lloré como cuando tenía 8 años y cursaba tercero de primaria. No era un ángel de Dios pero comparado con lo que soy ahora podría decir que en 1994 era uno de los tres niños de Fátima.

Cuando tomaron esta foto era ingenuo e ignoraba lo que somos capaces de hacer los humanos. Era feliz básicamente porque no conocía el amor, la muerte ni la nostalgia.

Lo peor de la nostalgia es eso, extrañarse a uno mismo.

 

Jorge Jiménez