Hace un par de años quería ser influencer. De la nada me sedujo la idea de ganar plata sin tener que pasar ocho horas al día sentado en una oficina y comencé a envidiar con el alma a algunas de mis amigas a quienes por subir fotos semidesnudas con un mensaje motivacional les llegaban propuestas de modelaje, zapatos, ropa, hamburguesas y hasta tiquetes de avión para visitar los mejores hoteles de Cartagena. No hacían nada más con sus vidas para ese entonces, solo recibían dinero mientras pasaban el día en la casa en ropa interior, comiendo cereales y viendo series en Netflix, que en parte es lo que siempre he querido: facturar sin tener que levantarme de la cama.
Pero antes de lanzarme al ruedo en Instagram la idea se vino abajo porque a la mayoría le dio por hacer lo mismo. Muchos millennials que pasaron de los dos mil seguidores comenzaron a autodenominarse digital influencers, contactaron a las pequeñas y medianas empresas para obtener productos gratis y cobraron por un par de publicaciones en sus historias. Fue rápido y sin dolor, pescaron en río revuelto y se aprovecharon de la necesidad de muchos emprendedores que soñaban con posicionar su marca. Así funcionan muchas cosas en Bucaramanga y en Colombia, la moda, la efervescencia y la oportunidad de negocio nos lleva a hacer lo que sea con tal de ganar unos pesos.
El caso está en que no pude hacerlo y de alguna forma siento un poco de alivio. No digo que sea una mejor persona, pero muchos de esos influenciadores confundieron el negocio de ser especialistas en un tema, embajadores de una marca y consejeros espirituales de los consumidores, con el papel de pseudoestrellas a las cuales hay que darles todo gratis. Todavía hay quienes quieren entrar a los eventos sin pagar un peso, que les regalen ropa, comida y productos solo porque tienen miles de seguidores –muchos de ellos falsos o de otras partes del mundo-, y así no es. La idea de un influenciador es que se comprometa con la marca, que tenga opiniones de valor y que de cierta forma contagie a los demás con opiniones reales y no solo con boomerangs o adjetivos diciendo que los lugares que frecuentan son los mejores del mundo.
Ahora que el boom de las redes sociales comienza a caer y el alcance orgánico de las publicaciones es cada vez peor, algunos se han mosqueado y comenzaron a manejar contenido de calidad, que es lo principal. Pero en Bucaramanga todavía falta mucho, acá aún predominan las fotos posudas con mensajes de Paulo Coelho, las veinteañeras que creen que solo se trata de bailar como Greeicy Rendón y las copias bizarras de Dan Bilzerian.
Nos falta mucho como ciudad y también como influencers, primero hay que hacer las cosas bien y luego sí esperar algo a cambio por ellas, porque se trata de un trueque no de un beneficio individual. Dejemos de pedir cosas regaladas porque en la vida todo cuesta. No seamos limosneros, menos si vamos a tomarnos fotos posando de gente estrato ocho.