Nunca creí que existieran las crisis de la edad, por eso me burlaba de quienes meditaban, hacían yoga y leían libros de superación personal. Para mí solo era gente derrotada por los compromisos y el aburrimiento de la vida adulta, que es apenas natural: nos cansan la rutina y las responsabilidades porque en el fondo queremos seguir siendo niños. Pero un día desperté con 32 años y sentí que nada tenía sentido, sobre todo esa idea de felicidad que nos venden desde pequeños y que luego nos genera más vacíos, ansiedad y depresión.

De un momento a otro me llenó de estrés la idea de madrugar para ir a la oficina y pasar ocho horas al día sentado frente a un computador, porque así te decoren el cubículo con bombas y confeti el día del cumpleaños, no hay nada más enfermo que envejecer frente a una pantalla. Y aunque el sueldo era bueno considerando lo que ganamos los de clase media en Colombia, dejó de parecerme atractivo. Solo quería quedarme en casa, sin bañarme ni ver gente. Comencé a fantasear con la idea de pasar todo el día en pijama, tomando café y masturbándome a punta de sexting con desconocidas por Instagram.

No digo que sea malo mantener un empleo, lo que sucedió es que yo no entendía para qué lo hacía. Me faltaba un propósito que justificara aguantar a tanta gente en el trabajo, porque por más maravillosa que sea una empresa lo que siempre termina jodiéndonos la vida son las personas, pero eso es otro tema. El punto está en que no solo me aburrí de ser empleado, sino también de mi profesión, de Bucaramanga y de mi pareja, con quien cometí el error de creer que pasar todo el tiempo juntos suma como amor y eso daña cualquier relación. Amar va mucho más allá del sexo y la compañía, pero aún no logramos entenderlo.

Volviendo al punto, un día caí en cuenta de que estaba atrapado en una mentira y que mantenía una farsa a costa de un sueldo. Cuando me miraba al espejo la cara de angustia y desespero lucía peor que la de Tom Hanks en The Therminal. Y es que eso hace la vida con nosotros: nos deja estancados en algún lugar, un trabajo o una relación sin que podamos hacer mucho, solo quejarnos y esperar que un milagro ocurra.

Por esto y más renuncié a mi trabajo y aunque no me refugié en el yoga ni los libros de Paulo Coelho, ahora respeto mucho más a la gente que lo hace, porque en los momentos en los que nos convertimos en náufragos vale agarrarse de cualquier cosa. Por mi lado lo hice del Stand Up Comedy y ahí he encontrado algo de paz. Aún no hago mi primer show pero ya tengo algunas millas en el escenario y unas líneas que funcionan, no es mucho pero me siento tan millonario como Carlos Slim.

Por ahora solo sé que mi concepto de felicidad cambió, ya no consiste en tener un buen trabajo y una pareja estable, con pasar dos o tres días en pijama me basta. Y masturbarme, claro.