Hoy tenemos una presión por demostrar que somos productivos. Veo gente parándose de cabeza, saludando al sol, cocinando mejor que Sascha Fitness y ejercitándose con botellas de agua. Normal, eso somos por estos días y en el fondo necesitamos de esa aprobación social que nos dan los demás, por eso transmitimos nuestra vida como si fuese algo extraordinario. Crecimos con el morbo de impresionar y de agradar y lo haremos con lo que tengamos a la mano, así sea un gato. Pero de allí a ser tan mágicos como creemos hay un par de años luz de distancia.

Cuando medito y echo un vistazo a los errores que cometí en el pasado siempre llego a la conclusión de que la enemiga número uno de cumplir mis sueños ha sido la pereza. Nunca se ha tratado de mi exnovia bipolar, la falta de dinero, de tiempo o de oportunidades. La pereza. La simple flojera. Y por más cosas que haga y suba a redes sociales en esta cuarentena sé que no he acabado con el problema. Ahí está, más fuerte que nunca. Ese es el punto, en veinte días no se pueden superar los veinte años que uno lleva repitiéndose.

Por eso no creo en lo que mostramos hoy por Instagram, Twitter y TikTok. Estamos matando el tiempo, pero de allí a ser otras personas por encerrarnos dos fines de semana no sé, estamos lejos. Distraernos es una cosa y cambiar desde adentro es otra. Hay que ver las bellezas que hacen los asesinos seriales cuando están en la cárcel. Leen, se ejercitan, pintan y ayudan en la cocina y con el aseo, unos ángeles de luz. Pero la realidad es que no ven la hora de salir a descuartizar gente de nuevo. Es su naturaleza y a veces no cambia ni con cuatro cadenas perpetuas. Ahí es cuando me asusta la idea de que ahora nos mintamos creyéndonos mejores solo porque pasamos tiempo con la familia o aprendemos a cocinar un postre. Nos falta, hay que reconocerlo.

La verdadera persona que somos la dejamos en la puerta cuando comenzó esta cuarentena. Nos la quitamos de encima como si fuera un abrigo y la pusimos al lado de los zapatos y de las llaves. Lo bueno sería conversar un rato con ella, es decir con nosotros. Sentarnos en la sala frente a ese otro yo y preguntarle por qué se amarga los lunes en la mañana y gasta su sueldo en ropa y cosas que no necesita. O por qué sube fotos como si fuera una modelo o un empresario exitoso cuando solo se trata de una estudiante de pueblo o un asalariado más. Sería bueno saber cómo es esa vida dedicada a mentir y crear personajes tan bizarros y alejados de la realidad.

Ahora creo que sería productivo tener una junta general con todas esas otras personas que somos y también con las que creamos para impresionar a los demás en el barrio, la escuela, la misa de los domingos, la universidad, en la oficina y por supuesto en la cuarentena. Sería algo democrático, una junta de propietarios del cuerpo. En ella se decidirá si vamos a seguir fingiendo y autoengañándonos o de verdad vamos a cambiar la mierda que somos por dentro antes de volver a sonreír y dar abrazos allá afuera.

Jorge Jiménez