Cuando crecemos la vida pierde sentido y no hablo de existir, que es grandioso, sino de la vida que llevamos de lunes a domingo y que está más cargada de fantasías que de realización. Por eso cuando lo notamos entramos en pánico y sentimos que no hay forma de recuperar todo ese tiempo que perdimos durmiendo, pegados al celular o manteniendo una relación tóxica por miedo a quedarnos solos y sin coger. Al final es lo que buscamos, una buena compañía pero también un gran polvo.

Pasa de un día para otro, despertamos un jueves sin genio ni ganas de responder el WhatsApp, cocinar, bañarnos o trabajar. Ni siquiera nos llama la atención la idea de quedarnos en la cama o salir de compras. No aguantamos mirarnos al espejo porque nos vemos gordos, flacos, viejos o idiotas; incluso dudamos porqué la gente nos aprecia si lo único que hacemos es trabajar, comer y dormir. No andamos de activistas en la Cruz Roja ni encadenados a un árbol tratando de salvar el Páramo de Santurbán. Somos gente normal, que podría morir en un accidente cruzando la calle, arrollada por un motopirata y en las noticias no nos dedicarían más de 10 segundos. Eso sería todo, una nota judicial es lo más cercano a una biografía a lo que podemos aspirar con la vida que llevamos.

Crecer nos lleva a ver la vida desde una perspectiva más cruda y por eso uno se fastidia consigo mismo y también con los demás. La clave es no llenarse de odio contra el mundo sino aceptar lo que está mal. En mi caso, cuando termino con una pareja siempre me pregunto las razones que podría darle para que se quede y lo intentemos una vez más pero la verdad es que termino aceptando que lo mejor es mandar todo a la mierda. No porque ambos seamos malas personas sino porque ser buena gente no es suficiente para darle la lucha a la rutina, las deudas o la falta de proyección que podamos tener como seres humanos. Si ser bueno alcanzara para lograr el éxito a los que cargamos con cara de huevas nos iría mejor que a Bill Gates.

Muchas de nuestras decisiones de adulto están enfocadas en huir de lo que construimos durante años, fíjense cómo nos cruzamos de calle cuando vemos a algún excompañero de la universidad o le sacamos el cuerpo a las reuniones familiares y a los cumpleaños en la oficina. No es que carguemos con resentimiento solo creemos que esos rituales perdieron sentido porque llevamos repitiéndolos durante años y décadas. Todo es divertido en un inicio, como las video llamadas y las reuniones por Zoom cuando comenzó la cuarentena, pero ahora sacamos excusas para no responder el teléfono. Se supone que la casa era nuestro refugio cuando no queríamos verle la cara a nadie pero ahora hay que contestar así uno esté cagando o quedamos como groseros.

Cuando nos damos cuenta de que nada nos entusiasma vamos al psicólogo, nos matriculamos en bailoterapia y meditamos pero no tomamos decisiones para cortar el mal de raíz. Somos lo mismo que un estudiante universitario que se aburre en clases de lunes a jueves pero el fin de semana se libera de todo a punta de trago y de drogas, la diferencia es que nosotros lo hacemos con la bicicleta, el running o el yoga.

Para recuperar el sentido y las ganas de continuar con esto tenemos que dejar de hacer lo que no queremos y cada uno ya sabe qué es, lo que pasa es que tenemos miedo de defraudar a los demás. Así estemos quebrados por dentro nos importa más el qué dirán, en resumidas somos unos hijos de puta con nosotros mismos.

Jorge Jiménez