Mi padre Rubén Darío Jiménez Pabón, ‘El Japonés’ (QEPD) 1954 – 2020

No creo que exista un momento oportuno para perder a alguien que se ha amado desde toda la vida. La gente puede decir que, al destino, las leyes naturales o a los designios divinos no hay que buscarles una razón; sin embargo, la muerte trae más preguntas que respuestas y nuestra humilde capacidad de comprensión no da para tanto. Además, cómo podríamos entender la muerte de un padre si a fin de cuentas era él quien se encargaba de brindarnos fortaleza y sabiduría. Es como si a mitad de un bosque oscuro, de un momento a otro, perdiéramos la brújula que nos señala el norte y quedáramos fulminados, sentados mirando al infinito esperando de nuevo una señal, una palabra, un consejo….

Mi papá se llamaba Rubén Darío Jiménez Pabón y le decían El Japonés. Era un hombre fuerte, humilde y con el carácter de un samurái. Su serenidad siempre estuvo acompañada de una tenacidad idílica que lo escoltó en sus mejores batallas, como construir una familia y sacarla adelante a pesar de las dificultades económicas. Hoy estaría cumpliendo 67 años de vida; 37 años de ser padre, 38 años de casado con mi madre, Martha García, y más de 40 años al servicio de la educación. Y aunque tenía un carácter fuerte, una mirada pequeña e intimidante y el cuerpo de un gigante luchador de sumo, cargaba también con un corazón noble, un amor desmesurado por el prójimo y una risa bonachona y estrepitosa; la cual, para envidia de mis amigos de infancia, sonaba idéntica a la de Papá Noel. ¿Qué hijo no presumiría esto?

Han pasado varios meses desde que se fue, pero su vacío hace que a veces todo esto parezca un día muy largo en el que soy un niño que espera al final de la tarde a que su padre regrese del trabajo para abrazarlo, colgarse de su cuello y sentir que todo está bien. Pero ese jamás ocurre, la muerte es una de las pocas cosas que gozan del aplastante poder de la infinidad. Por eso hoy trato de encontrarlo en sus rituales más pequeños, como el café cargado por la mañana, la música de cantos tibetanos que escuchaba antes de salir a caminar, la meditación y la poesía. También lo encuentro en cada anécdota que sus amigos más íntimos me comparten con tanto amor y nostalgia, porque ellos igual lo perdieron para siempre y sé que también lo deben buscar en sus recuerdos. Así nos acompañamos entre todos, reviviéndolo cada vez que podemos compartir una de sus locuras.

Mi padre Rubén Darío, mi madre Martha Cecilia, mi hermano Miguel Ángel y yo.

La gente que sabe de estas penas dice que la muerte es un acto que revela la eternidad de la cual goza el amor real y que, por eso, la omnipresencia que alcanza alguien al partir es única por el poder que le otorga el universo de acompañarnos con su energía en cualquier lugar y circunstancia en la que nos encontremos. Eso da algo de alivio, saber que él está ahí, mirándonos desde arriba con sus ojos achinados, pendiente de nuestros actos y comprobando que su legado y sus enseñanzas continúan en cada corazón en el que habitó durante su paso por este plano. Mi mamá, mi hermano Miguel Ángel y yo, nos sentimos cada vez más honrados por su obra. Y cómo no, mi padre fue un samurái, un japonés de los que se transforman en leyenda. Te extraño papá.

 

Jorge Jiménez.