(Puerto Madero – Esta travesía no podría hacerse sin el patrocinio de Gótica Eventos, Damovo y Hanna Estetics, Bogotá)

 

 

Soy un gran neurótico y estoy lleno de defectos despreciables. Le caigo pésimo a mucha gente y causo malestar en otras personas. Soy descortés y presumido aunque entiendo que no hay nada peor en la vida que el desamparo. Hay gente que necesita ayuda. El mundo puede ser un lugar agreste pero eso se disminuye si le das la mano a alguien o te la dan a ti. Cuando fui a una fundación de niños con cáncer de esas que no son oficiales, los vi viviendo en unas condiciones precarias. Tomando Tang azucarado de comida porque no había más. Hay gente que necesita ayuda. Yo he sido afortunado en especial por tener unos papás comprensivos y dedicados.

 

Alejarse del lugar de origen siempre aclara la visión sobre el pasado. Cada cosa encuentra su lugar como por arte de magia. Pretendo contar las situaciones de interés que se presenten en mi camino. Pienso en ello al mirar a mi novia en un hermoso restaurante con vista a la playa. Es nuestra penúltima noche juntos. La tarde cae. Me mira con ternura preguntándose qué estaré pensando. Llevo un profundo dolor adentro. Un desgarramiento por la partida inevitable. Así es la vida. Te da las cosas cuando no las pides y cuando las necesitas te las esconde. Nos decimos adiós ante la luz de una vela con la que el viento juguetea. A nuestra mesa llega una copa llena de frutos del mar. Mañana en la tarde partiremos en un bus de 18 horas a Montevideo y luego tomaremos el Buquebus por el Río de la Plata. Ella debe partir en un avión desde Buenos Aires a Bogotá, yo preparar la travesía. Atrás se quedan tantas noches inolvidables, sonrisas y lamentos descomunales. Sabemos lo que esto significa: luego de la travesía planeo vivir por fuera. Tomo su mano y la acerco a mi boca. La noche cae y en la oscura inmensidad suena el tremor del océano sobre un cover de You cant always get what you want de los Rolling Stones que no sé qué mujer canta con voz muy suave.

 

Me llegó así como llegan todas las cosas, uno va pensando en ellas sin quererlo hasta que de tanto hacerlo se van racionalizando en la cabeza. El gran rompecabezas se arma a si mismo y llega un punto en el que ya es posible definir la imagen que se está viendo. La primera vez que se me insinuó fue una tarde en la que tomaba un café luego de correr la media maratón de Bogotá. ¿Si uno puede recorrer 21 kilómetros en menos de dos horas cuántos podrá recorrer en bicicleta en ese mismo tiempo? ¿Y si lo hace todos los días? ¿Cuántas vueltas al mundo habrá dado un mensajero que lleva repartiendo pedidos en su bicicleta por más de 20 años?

 

Pienso en mi decisión a medida en que Buenos Aires se dibuja en el horizonte a través del vidrio del buque. El sol pinta una estrella de luz con líneas como en un dibujo de niños. Miro a Tatiana perdido en sus ojos. Volvemos de un viaje de un mes que nos llevó por el noreste de Argentina hasta Colón – entre ríos, Mercedes, los Esteros del Iberá, Corrientes, Asunción, las Cataratas de Iguazú, Florianópolis, Praia do Rosa y Montevideo. Me sonríe con tristeza al ver mi cara. Buenos Aires se acerca sobre el panorama marrón de las aguas del Río de la Plata. En ese momento me asalta un querer descabellado. Deseo que algo le ocurra al buque, que su motor falle o choquemos contra algo, cualquier cosa que prolongue el viaje o me de una señal que evite nuestro rompimiento. Nada sucede. Llegamos al puerto, nos desembarcamos y caminamos como mochileros por Puerto Madero buscando algún restaurante para comer. Hemos decidido no dormir. Su vuelo sale a las 6:45 a.m. y hay que estar en el aeropuerto 3 horas antes. Puerto Madero se plantea esplendoroso en el ocaso. Las viejas grúas de madera son monumentos de otros tiempos, una fila de veleros aguarda en silencio, los restaurantes coloridos reciben los primeros comensales entre las renovadas bodegas que hasta hace pocos años amenazaban ruina y eran guarida de vagabundos y atracadores. Del otro lado, otras grúas más altas y potentes reflejan sus colores en el agua, y una fragata de la Marina Argentina se cubre de luces a medida en que el horizonte se oscurece. Es domingo. Finalmente entramos a Siga la vaca, un restaurante de carne barra libre de los tantos que ofrece la zona. Mi espalda doliente y sudorosa agradece el descanso. Me incorporo. – 28 pesos por todo lo que vos podás comer y una botella de vino por persona – dice la mesera. Se llama Nadia. Le comento sobre Nadia Comaneci.

 

– Todo el mundo me dice lo mismo – responde sin interés.  

 

La barra ofrece una buena opción de bastimentos pero voy directo a la parrilla. Pido vacío y un chorizo. Uno de los parrilleros me apresura. Quiere atender a otras personas que están en la fila. Vuelvo a la mesa. Como, bebo vino. No hablo nada. Tatiana está a mi lado. En algunas horas no la veré más. Me pregunta qué sucede. Le respondo que estoy asimilando lo que pasa. No la satisface mi respuesta, se molesta. Levanto la mirada y lo recuerdo todo, incluso el momento en que nos conocimos en un bar hace casi un año. Tomo fuerzas y voy de nuevo a la parrilla. Pido bife de chorizo, morcilla. El parrillero vuelve a apurarme. Me sirve la primera carne que se encuentra y la tira en mi plato. Me siento de nuevo, como, bebo, no digo nada, mis ojos se aguan. Suficiente tuve con la angustia de mi mamá quien maldecía mi decisión de una travesía loca por Brasil en bicicleta. Bebemos la botella de vino con calma. Hablamos cosas superficiales. Le digo que no todo es malo, que podrá volver a hacer cosas propias de ella que hace tiempos no hacía. Me dice que no sea estúpido. No digo nada. Vuelvo a la parrilla. Hago la fila. El parrillero está ocupado. – ¿Me puedes dar un bife de lomo? – le pido a otro, uno de cachetes rojos y ojos azules que me mira con reproche: – Explicale vos cómo funciona esto aquí -, le dice a su compañero quien ahora se sorprende por mi presencia. Me atiende con desgano mirándome con ojos de glotón.

 

Vuelvo a la mesa, corto un pedazo, lo pruebo, ya no me sabe igual. Le cuento a Tatiana. Dice que es el colmo, que ella ha sentido lo mismo. Le digo a Nadia que me llame al administrador. Dice que no hay administrador, sólo un encargado. Me lo envía. Le explico. Dice que hablará con ellos y propone saldar el inconveniente con una botella de champaña. Estoy de acuerdo. Al momento llega Nadia con la botella, son las 12:15 p.m.

 

Siempre me gustó escribir. Lo supe desde que un pariente de papá llevó a la casa un manuscrito inédito de cuentos de un amigo suyo en los que aparecían frases como: “… posó su mano en el sexo de la mujer”. Aún lo guardo en un arrume de papeles. Hace algún tiempo lo desempolvé asombrándome de cómo una literatura tan barata pudo haberme inspirado a ser escritor. Bueno, tenía 9 años. De ese primer intento quedaron 19 páginas a máquina de una novela inconclusa en la que un niño entra al fondo de la tierra por el closet de su cuarto. Se lo mostré a mamá quien dijo: “Tendrás que mejorar un poco si te quieres parecer a Julio Verne”. Siempre me decía “lea”. Era lo único que papá hacía aparte de ver fútbol y jugar al ajedrez. Un día, ya para terminar la carrera, llevé a clase de Siglo de oro español el ejemplar del Lazarillo de Tormes que usé en el colegio, sin sospechar sobre el revelador testimonio que guardaba en su interior. Lo abrí en mitad de clase encontrándome con un escrito de mi puño y letra fechado en 1985, en el que están mi nombre y apellidos, la fecha de nacimiento, un guión, un espacio en blanco y la siguiente frase: Escritor de Colombia.

 

Nadia descorcha la botella con facilidad y sirve las copas. – Vale la pena quejarse – le digo a Tatiana. Bebo un sorbo recordando un festejo de año nuevo en Cartagena en el que bañé en Don Perignon a mis amigos por cuenta de un administrador apenado por ubicar nuestra mesa al lado de una alcantarilla. Tomamos unas copas hasta acabar la botella. El restaurante se va desocupando. – Escríbeme mucho – dice. Ya está más contenta. Nadia nos descorcha la segunda botella de vino sin muchos ánimos. Es la 1:15 a.m.  

 

– ¿Hasta que horas abren? – le pregunto.

 

– Una y media.

 

Al cabo de un tiempo pasa a nuestro lado subiendo las sillas en las mesas.

 

– ¿Nos estás echando? – pregunta Tatiana.

 

– Yo ya me quiero ir a mi casa – responde ella.

 

Nos miramos. Aún hay una mesa llena de norteamericanos bebiendo vino. Apuramos unos tragos cogidos de la mano. Un vacío anida en mi pecho. La miro, bebo, vuelvo a mirarla, vuelvo a beber. Seguimos bebiendo hasta que viene otro mesero. Nos damos cuenta de que los norteamericanos ya se fueron; somos los únicos que quedan.

 

– Necesitamos un taxi – le digo.

 

Esta historia queda en continuará…, porque el mundo es mejor verlo con los propios ojos que por el Discovery Channel. (Las publicaciones se harán los martes y jueves aunque su periodicidad no puede garantizarse dada la naturaleza del viaje). Agradecemos a los siguientes colaboradores: Embajada brasilera en Colombia, Ibraco (Instituto cultural de Brasil en Colombia), Casa editorial El Tiempo, eltiempo.com, Avianca, Gimnasio Sports Gym y la revista Go “Guía del ocio”.