(Plaza del Congreso – Buenos Aires. Esta travesía no podría hacerse sin el patrocinio de Gótica Eventos, Damovo y Hanna Estetics, Bogotá)
Favor hacer las donaciones para los niños con cáncer en la cuenta de ahorro exclusiva para Brasil en dos ruedas, número 0483124605-2 de Bancolombia a nombre de OPNICER (Organización de padres de niños con cáncer, Nit: 830091601-7). Con estas donaciones usted está ayudando a un niño enfermo de cáncer a tener una posibilidad de vivir.
Abro los ojos justo en el instante en que siento que un hombre mete su mano en mi mochila. Me mira y desvía su movimiento. Lo miro con desprecio. Aprovecha la parada y se baja. Reviso. Está todo ahí. La palabra horrible sigue retumbando en mi cabeza. Resisto la embestida del sueño. El bus está abarrotado. A las dos horas me bajo en la Plaza del Congreso y camino hasta el hostal St. Nicholas. Me chequeo. No sé qué hacer, no tengo sueño, el tiempo apremia, en tres días debe comenzar la travesía en bicicleta a favor de los niños con cáncer. Aún me falta concretar a los patrocinadores, comprar la bicicleta, empezar a escribir la travesía. Mis ojos están rojos y mis párpados caídos. Sólo puedo pensar en Tatiana y en esa palabra. No dejo de escuchar esa palabra tan horrible. Le escribo luego en un mail, es horrible esa palabra: horrible. Intento dormir, no puedo. La angustia no me deja, aparte no puedo perder tiempo, debo empezar a moverme. Cierro los ojos, los abro. Pienso en Tatiana. Me quiero ir de Buenos Aires inmediatamente. Me levanto y me pongo los jeans, pido un mapa en la recepción y me doy cuenta de que mi mano izquierda está temblando. La meto en el bolsillo. – ¿Dónde hay un locutorio cerca? – pregunto.
– Por acá hay en cualquier lado – me responde una chica. – ¿Estás bien? Luces fatal.
Vuelvo a intentar dormir. Lo consigo. Al poco tiempo me despierto. Hay un gato mirándome. Está sentado sobre una cama contigua. Me levanto, salgo del hostal y voy al internet. Escribo algunos mensajes a mis amigos en los que expreso mi desgarro. Salgo, hace un calor imposible. Voy a un restaurante sobre la plaza y pido una milanesa. Me la traen; no la pruebo. Hago cálculos de la hora en la que puede estar llegando Tatiana a su casa en Bogotá. Dejo la carne de lado y llamo desde el celular que papá me hizo traer para estar en contacto sin importar su tarifa millonaria. – A dónde te vamos a buscar si un bus te pasa por encima – había dicho. Vuelvo al locutorio, escribo mensajes por internet, caigo en cuenta de que no hay manera en que pueda comenzar la travesía el primero. Camino hacia el hostal cuando me entra la llamada de Tatiana. Voy hasta una banca en la mitad de la plaza y me siento. Lloramos juntos.
– Estoy devastado – le digo.
– Ni me digas.
– Me quiero ir ya mismo de Buenos Aires, ya no me gusta.
– Que amanecer tan triste el que me tocó vivir al lado de un gordo que roncaba en el avión. ¿Por qué estoy viviendo esto?
Vuelvo al hostal. En el cuarto hay un australiano. Me pregunta qué me pasa. Le cuento y me hecho a llorar. Me alienta. Le digo que soy escritor y me compra un ejemplar de Unos duerme, otros no. El gato está en su sitio sobre el camarote bajo el cual se acuesta un viejo misterioso que no saluda al entrar. Intento dormir. Al cabo de un tiempo lo oigo gorgorear. Me doy media vuelta en el colchón, pienso en Tatiana, vuelve a gorgorear, parece una paloma de esas que se sientan sobre el alfeizar de los apartamentos en Bogotá. Sobre la madrugada me despierta un sonido extraño. Es el hombre tosiendo sobre pedazos de papel higiénico que tira al suelo untados de sangre.
Nunca he tenido buena ortografía. En tercero de primaria la profesora me ponía notas de menos uno punto siete en los dictados. Luego me miraba como si fuera una basura mientras se servía ensalada con otras profesoras con las que me señalaba durante el almuerzo. Creo que fue la nota histórica más baja en mi vida, sólo comparable con el uno que me pusieron en la universidad unas profesoras en el primer parcial de introducción a la literatura, para demostrarme cómo eran las cosas con ellas. – Si vuelve a hacer una pregunta más le pongo uno – le dijo una de ellas a un alumno que tuvo la osadía de levantar más de dos veces su mano en clase.
Temprano escribo un correo al director de la Fundación diciéndole que lo estuve llamando y no me contestó, que estoy frente a la línea de salida esperando el disparo de partida. Insisto en que me preocupa el tema del patrocinio. Le recuerdo que el día tentativo de inicio se nos vino encima y que aún no se ha definido nada. Le digo que le hemos venido dando largas y que llegado el momento de la verdad me enfrento a un terrible monstruo: El hecho de quedarme sin recursos en algún lugar recóndito de la costa brasilera sin opción de pedir ayuda. Manifiesto que mi salud y mi vida están en juego y que no quiero estar desprotegido como lo estuvieron aquellos niños pobres con cáncer antes de que hubieran organizaciones como las que él mismo fundó. Copio a mi papá. Debo apurarme porque tengo que hacer la primera publicación en el blog el día del inicio de la travesía.
Cierro el internet y voy a un restaurante en donde pido unos tallarines al pesto. Leo en el periódico que la temperatura del mundo puede llegar a subir hasta 5 grados en los siguientes 100 años. El mundo entra en alerta, dice el titular. Bebo de un vaso de agua y recuerdo la naturaleza deslumbrante de los Esteros del Iberá, en donde vimos jacarés cada dos metros entre las lagunas flotantes, venados y ciervos, decenas de carpinchos, cualquier cantidad de aves y hasta zorros: una tarde descubrimos a tres crías saltando en una cabalgata por las Pampas. Todo tiene que llegar a un límite para que se haga algo al respecto. La reserva se creo luego de la gran devastación que sufrió la zona por cuenta de la mano de cazadores y un desenfrenado saqueo de la naturaleza por parte del hombre. La mayoría de especies animales estaban en peligro de extinción. Me traen los tallarines. Los pruebo con desgano. Camino hasta Florida por las calurosas calles llegando a un sitio llamado Galería Jardín lleno de tiendas de computación. Me dijeron que puedo buscar un local en el que le instalen a mi computador el programa que corrige en Word la ortografía en castellano. Doy con uno pequeño escondido al final de un pasillo. Un hombre moreno de baja estatura y pelo corto me dice que eso me vale 35 pesos. Sugiere ponerle un antivirus actual y ampliar la memoria. Por todo me cobra 240. Lo negociamos en 200, una millonada pero lo pago teniendo en cuenta que es mi herramienta de trabajo y el computador está lento. Espero a que lo haga observando a su asistente, una mujer flaca y desabrida de unos 25 años que tiene el lóbulo de su oreja partido en dos. Juega en una pantalla de video una especie de Pac Man que se ve muy aburrido.
Vuelvo al hostal hacia las 8:00 p.m. Mi cuerpo está pegajoso y cargo la suciedad de la calle. Recuesto un segundo la cabeza en la almohada recordando la última noche que pasé con Tatiana en Montevideo en un cuarto de hotel con aire acondicionado, televisión por cable y una cama de sábanas limpias, viendo arrunchados Tiburón. Los papeles higiénicos con sangre en el piso vuelven a mi cabeza y pido cambio de cuarto. Pregunto por el viejo pero nadie me sabe decir quién es. Sólo que es canadiense, lleva en el hostal 3 meses y parece estar enfermo del corazón. Me cambian a un cuarto con un brasilero llamado David, Gady, un israelita que está haciendo un curso de aviación y Arava, una israelita de 21 años que acaba de salir del ejército y está iniciando un viaje por Sur América. Me saluda muy cordial. Me pregunta sobre mi viaje y le cuento lo de Tatiana. Mi mano izquierda sigue temblando y me horrorizo al pensar que tengo los mismos síntomas de un personaje en mi novela. Me dice que todo va a estar bien y sale del cuarto perfumada. Tatiana me llama.
– ¿Tu sabes lo que es esto? Saber que estás enfermo y no poder decirle a nadie, ni siquiera a tus papás.
– La travesía se tiene que hacer, te lo he dicho 1000 veces.
– Yo no lo digo por mi, lo digo por ti. Perfectamente puedes hacerla pero en bus.
– No insistas.
– ¿Te duele?
– Sí.
– A bueno, ¿entonces? -. Hablamos un rato más y antes de colgar me dice: – Oye, no me olvides. Vuelvo al cuarto y escribo en el computador hasta las 3:30 a.m. Cuando me acuesto siento un leve dolor arriba de la ingle.
Al día siguiente voy al locutorio temprano para ver si el director de la Fundación me escribió. Nada. Hay un mensaje de papá en el que dice que no durmió en toda la noche pensando en el mail que le copie. Respondo algunos correos de personas que me han escrito y en horas del almuerzo entro a un restaurante en donde prendo mi computador. Tengo un poco más de hambre. El mesero me trae la carta. El computador no entra a Windows. Lo enciendo y lo apago varias veces pero lo único que dice es: error, sobre una pantalla negra. Se me quita el hambre. Intento calmarme. Le respondo al mesero que no es por la carta que me voy. La suciedad en la calle y el calor húmedo producen en mi un profundo malestar. No he sentido la primera brizna de viento en lo que llevo en la ciudad. Maldigo al recordar el momento en que dejé que un extraño interviniera mi computador.
– Yo se lo traje perfecto y ahora no funciona.
– Si pero yo no tengo la culpa, es como un auto, un día está bien y el otro ya no.
– Es nuevo.
– La revisión cuesta 70 pesos.
Discutimos. Me como la rabia, le pido que primero revise a ver qué tiene. Le digo que estoy lejos de casa y que no tengo mucho dinero. Él me dice que tiene hijos. Lo prende y me da la noticia de que no está leyendo Windows, que puede tener un problema en el disco duro o cualquier otra cosa. Aprieto los dientes.
– ¡Tengo un trabajo importante adentro!
Lo revisa, su asistente me mira con desdén, sigue jugando al Pac Man en la pantalla. Grito por dentro. Llega un hombre joven de corbata diciendo que ya no le funciona una memoria USBN que compró hace dos semanas. Necesita que se la arreglen. Dice que tiene todas las fotos de su hija recién nacida almacenadas ahí.
– No tiene arreglo – dice la asistente.
– ¡Cómo!
Ella levanta los hombros y sigue jugando en la pantalla – ¿120 mangos perdidos así, de una? -. La mira con odio por unos instantes antes de irse. Me siento como un imbécil por dejarlo ir sin decirle lo que me está pasando.
– Esto puede tardar unas horas – menciona el técnico.
– No importa con tal de que no pierda la información que tengo adentro.
Voy a hacer unas vueltas y vuelvo hacia las 7:00 p.m. Me dice que es una falla en el disco duro. Sugiere que se lo deje para que lo revise mañana con calma. Le digo que me lo llevo y mañana se lo vuelvo a traer. Subo por Lavalle y en la esquina con Suipacha veo un tumulto junto a un carro de policía con las luces naranjas encendidas. Busco un espacio y veo a un tipo de chanclas y bermudas esposado boca abajo contra el piso. No pregunto, me voy. Llego al hostal. Me doy cuenta de que se me están pelando las manos. Llamo a Tatiana y le cuento lo del computador.
– Es una señal – dice.
Me doy un baño para escapar del calor agobiante. Conozco a un alemán que me cuenta que un inglés hizo en África lo mismo que yo voy a hacer.
– Yo leí sus crónicas hasta que dejaron de llegar. A las dos semanas escribió su hermana diciendo que un camión le había pasado por encima.
Le cuento a mis compañeros de cuarto lo que me pasó. Gady sabe de sistemas y me acompaña a algunos locutorios del sector por un disco booteable de Windows XP. No lo encontramos. El dolor arriba de mi ingle se ha incrementado. Doy vueltas en la cama aturdido por el calor y el malestar de las manos que me pican. El ruido de los motores de los buses y un zumbido desordenado que producen me exaspera. Son una especie de resoplidos inconexos que retumban en mi cabeza. Me duermo. Me despierto a las 5:00 a.m. El dolor en la pierna me está doliendo más que nunca. Cuento en el hostal lo sucedido y me recomiendan un servicio técnico cerca de allí sobre Paraná. Espero por dos horas a que lo abran. Doy vueltas por la calle pensando en que ese día se iniciaba la travesía.
– Son unos boludos – dice el dueño – pasa igual que en los talleres, cambian una pieza por otra o le dejan algo mal instalado para que tengás que volver y cobran por otra cosa.
Me da buena espina, acordamos que va a intentar recuperar la crónica. Se lo dejo. Llamo del celular a un viejo amigo del colegio a Bogotá diciéndole que tengo un fuerte dolor arriba de la ingle.
– ¿Te arde al orinar?
– Sí.
– Marica, siempre te pasa algo de viaje.
Me da el nombre de un antibiótico. No le menciono el dolor en la pierna. Voy a un locutorio y leo un mensaje de papá. Dice que sigue sin poder dormir. Me recuerda que mamá se enfermó de tristeza en un viaje que hicieron en enero por el Nilo. Por más de que uno esté curtido no está exento de caer en manos de estafadores, sobre todo cuando va viajando en tan corto tiempo de una ciudad a otra, le escribo en un mail contándole lo que me pasó con su computador. Le menciono que el proyecto debe continuar y que cuando todo tome forma van a irse dando cuenta de la importancia que tiene en mi carrera de escritor; le cito una frase de Churchill que le encanta. Por último le escribo que no soy ningún pastorcito y que la gente jamás me creería cuando en serio venga el lobo.
– Che, tengo tu crónica – me dice el técnico. Se demorará un día en reinstalar Windows. Esa noche hay un asado en el hostal. Me siento en una mesa con un colombiano llamado Carlos que es de Pereira y lleva siete años viviendo por fuera del país, una austriaca que no hace sino reírse de cualquier cosa que uno diga, una gringa, un chileno, una pareja de noruegos y una brasilera que está de cumpleaños. Comemos y ellos se toman unos tragos.
– Brinda com a gente – dice la brasilera.
– Eu nao posso – le cuento que me dio una otitis y estoy tomando antibiótico.
– ¡Ahh!, que mau.
El colombiano me dice que vende esmeraldas en Chile y que eso le ha permitido viajar tanto. Me muestra una caja de plástico transparente con las joyas. Jodemos a la gringa diciéndole que Estados Unidos es el único país del mundo que no tiene un trago propio.
– Sí tenemos – responde: – la ginebra.
– La ginebra es inglesa.
– Vodka.
– El vodka es ruso.
– Qué se yo, ¿cerveza? -. Se queda pensando un rato. – ¿Cuál es el de ustedes? – pregunta.
– Aguardiente, hot water in English, don’t drink to much of that, it can make you wild.
Comemos. La gente toma vino y cerveza. Practico portugués con la brasilera. La noche adquiere su propia dinámica a medida en que pasan los tragos. Carlos, el colombiano, se levanta la camiseta y le deja ver a la noruega un tatuaje de un dragón que le cubre el abdomen y su pecho, la austriaca me pregunta si sé donde queda Austria y le digo que he estado en Viena, Salzburgo y un complejo de esquí en los Alpes llamado Alpendorf. Me dice que soy de las pocas personas que no confunden a su país con Australia. El chileno asiente con la cabeza cuando digo que no vale la pena ir a conocer Asunción, en tanto que Carlos me cuenta que las israelitas siempre le preguntan si es circuncidado antes de cualquier cosa.
– Ya es muy tarde cuando se dan cuenta que no. A ellas les gusta jugar pero no te dejan pasar de ahí – dice.
David afirma que los brasileros tienen una alegría particular diferente a la de cualquier otro país del mundo, mientras que Carlos le muestra otros tatuajes a la noruega en presencia de su novio. La noche transcurre en un ir y venir de situaciones similares. Cada quien habla de su propio país y de los sitios en los que ha estado, la brasilera toma una copa tras otra de vino, el chileno escucha, Carlos invita a cerveza como si fuera millonario, la noruega se inclina hacia él y su novio hace cara de aquí no está pasando nada, hasta que suena una salsa y ambos salen a bailar entre las mesas cargados de erotismo.
– Ten cuidado con los latinos – le dice la brasilera al noruego que no pronuncia la más mínima gesticulación en su cara pétrea.
– ¿Lo dices por experiencia? – le pregunto.
– ¡Wow! ¿Tu sabías que tu novia podía bailar así? – dice la gringa mientras que todos presenciamos como Carlos refriega su cara sobre el escote de la noruega extasiada.
– ¿Cagada con el novio? – me pregunta cuando vuelven a la mesa.
– Se lo están comiendo con los ojos – le respondo. Carlos aprieta los puños, el novio se acerca a nosotros y agachándose le agradece por haberle brindado un momento de tanta felicidad a su novia. – Thank you, thank you very much Carlos, I am really grateful – le dice.
– Voces sao muito perigosos – me dice Jennifer acercando su asiento mientras que la gringa se despide, el noruego se lleva a su novia al cuarto y a la mesa llegan unos franceses, Carlos le cae a unas chilenas recién llegadas, le cuento a la brasilera mi travesía, Carlos vuelve irrumpiendo sobre uno de los franceses que asegura que La Paz es la capital de Colombia, está tan borracho que se tambalea al sentarse.
– Que empute – dice – semejante delicia con semejante guevón -. Se voltea contra una de las francesas y le pregunta si se lo traga todo. – No entiendo – responde la francesa en un pésimo español. – ¿Te lo tragas todo? – vuelve a preguntar. – ¿Te decepciono como colombiano? – me pregunta. Respondo que no. – Es que me emputa que estos impongan su francés cuando todos estamos hablando inglés. Uno también les tiene que imponer su lengua. Eso es lo que me ha dejado estos siete años de vivir por fuera, que uno también tiene que imponerle su lengua a estos guevones europeos. Son las 4:00 a.m. Me despido.
– Já vai? – pregunta la brasilera.
– Sím. Estou um pouco cansado.
Esta historia queda en continuará…, porque el mundo es mejor verlo con los propios ojos que por el Discovery Channel. (Las publicaciones se harán los martes y jueves aunque su periodicidad no puede garantizarse dada la naturaleza del viaje). Para ver más fotos del viaje diríjase a las páginas www.eduardobecharanavratilova.blogspot.com y www.brasilendosruedas.blogspot.com Agradecemos a los siguientes colaboradores: Embajada brasilera en Colombia, Ibraco (Instituto cultural de Brasil en Colombia), Casa editorial El Tiempo, eltiempo.com, Avianca, Gimnasio Sports Gym y la revista Go “Guía del ocio”.