(Esta travesía no podría hacerse sin el patrocinio de Gótica Eventos, Damovo y Hanna Estetics, Bogotá)
Favor hacer las donaciones para los niños con cáncer en la cuenta de ahorro exclusiva para Brasil en dos ruedas, número 0483124605-2 de Bancolombia a nombre de OPNICER (Organización de padres de niños con cáncer, Nit: 830091601-7). Con estas donaciones usted está ayudando a un niño enfermo de cáncer a tener una posibilidad de vivir.
De chico fui un niño muy tímido. Me acostaba a dormir escuchando música clásica, pateaba un balón de fútbol todos los días, me daba temor hablarle a alguna niña y en el bus del colegio los niños más grandes quemaban mis orejas a punta de pastorejos, o se tiraban eructos gritando mi nombre. Por alguna razón siempre fui diferente. Desde muy chiquito lo supe. Era discriminado por mis compañeros porque no tenía zapatos Reebok, mientras que en casa papá me ponía a ver películas de las grandes batallas de la segunda guerra mundial, y mamá me metía en cuanta clase de arte encontraba o me llevaba a conferencias de historia del mundo.
La Terminal de buses de Porto Alegre es grande y desordenada. No se parece en nada a la de Montevideo. Pregunto en la información por los buses a Laguna y me conducen a una empresa que tiene todos sus puestos llenos para ese día. Pregunto en otras que también me dicen lo mismo.
– Qué querías, es sábado de carnaval – menciona uno de los hombres que atiende la ventanilla.
– ¿Tienen pasajes a Torres?
– Sí pero hay muy pocos. Debes decidirte ya si quieres uno -. Compro el pasaje. El bus sale a las 3:30 p.m. de manera que me siento en una incómoda barda de concreto de la abarrotada estación. Abro el libro El Profeta de Jalil Gibrán y me adentro en el mundo de Almustafá, quien narra que en su paso por el pueblo de Orfalís, observó en silencio la vida de sus habitantes. Hace calor y hay mucho movimiento. Dejo el libro de lado. Personas van y vienen cargando grandes maletas. Veo a familias enteras caminando, parejas tomadas de la mano y personas solas que viajan con alegría o tristeza en sus caras. Una madre regaña a su hija, un gordo al que le faltan algunos dietes le echa piropos a cualquier mujer medio linda que pasa por ahí, una anciana se come un sándwich chorreando la salsa en sus manos. La mayoría de las personas caminan hacia las plataformas en donde están los buses que salen de la ciudad. Recuerdo a un holandés de unos cincuenta años que conocí en Sofía, quien me dijo que estaba escribiendo un libro de una teoría propia que hablaba de los no lugares, haciendo referencia a aquellos sitios públicos: aeropuertos, estaciones de tren, terminales de buses, puertos o cualquier otro sitio de paso en el que la energía de las personas no permanece porque no son habitados por nadie. – Son lugares de tránsito que la gente usa pero que en realidad no existen para nadie – me dijo él en aquel momento.
Me levanto y camino un poco. La Terminal es sucia y hay algunos merodeadores que generan desconfianza. Aseguro mi mochila y me meto a un restaurante en donde pido un almuerzo y espero a que pasen las horas. Ya en el bus, me toca al lado de una mujer de mal carácter a quien le escucho la voz cuando le entra una llamada y dice que está en camino. El paisaje es muy bonito, atravesamos un valle colorido al lado de una montaña muy verde que se extiende por varios kilómetros. Duermo un poco y cuando me despierto ya es de noche. El bus llega a Torres hacia las 7:30 p.m. Preguntó por algún albergue juvenil, pero me dicen que en Torres no hay. Camino algunas cuadras hasta que llego a un hotel cualquiera en el que me indican que un cuarto me cuesta 300 reales. Salgo volando de ahí. Camino un poco más hasta que me topo con un punto de información turística, en el que me recomiendan ir a un camping. Me enseñan donde está y camino hasta allá. Una pareja mayor me atiende con mucha amabilidad. Está bastante lleno pero logro conseguir un espacio para poner una carpa que le compré a un israelita en Buenos Aires por 30 pesos, y que usé una sola vez con Tatiana en los Esteros del Iberá. La monto con un plástico encima que la protege de la lluvia, me baño en unas duchas que hay, me visto y le pregunto a la pareja dónde es el carnaval. Les comento que quiero escribir una crónica y les muestro el mapa para que me indiquen el sitio.
– Lo mejor es que te vayas a un club privado.
– Quiero ver el carnaval del pueblo.
– Entonces ve a Playa Grande, la música te guiará.
– ¿Les puedo dejar mi maleta? Tengo un computador personal adentro.
– Claro. Nuestro hijo es policía -. Me lo presentan con orgullo. Toman la maleta y la meten en un escondrijo arriba del techo de la portería, que no me deja muy tranquilo. Me dicen que no me preocupe y me recuerdan que el camping se llama Veira mar. Salgo a la calle pensando que confiar en la gente se vuelve un acto de fe. Lo importante es afinar el ojo para ver en quién hacerlo y en quién no. Llego hasta la vía principal por unas calles que tienen casas y edificios. Hay un ambiente festivo y aglomeración de personas. Sigo el mapa hasta llegar a Playa Grande, en donde hay una tarima sobre la arena en la que se apresta a tocar un grupo. Desciendo por una calle y oigo a una persona pidiendo auxilio. Me volteo y veo a un calvo corriendo con dificultad en chancletas, detrás de un gamín vestido con una vieja camiseta de fútbol, que me pasa a unos dos metro de distancia. Más adelante lo vuelvo a ver dando explicaciones, mientras dos policías gordos lo sostienen de cada uno de sus brazos y el calvo les cuenta lo que pasó.
Entro en la arena al tiempo en que un presentador dice por un micrófono: – Démosle la bienvenida al grupo Brasil tropical -. Se encienden las luces y sale una cantante regordeta embutida en un vestido negro cantando en portugués. Las personas se empiezan a entonar a medida en que el tiempo va pasando y la playa se va llenando de gente que brinca al ritmo de la música brasilera. Algunos vendedores ambulantes pasan vendiendo cerveza y espuma que algunas personas compran y empiezan a disparar hacia arriba para ensuciar a los demás. El grupo toca una zamba y la playa se enloquece. Mujeres y hombres, en su mayoría jóvenes, saltan y bailan sobre la arena. Me alejo un poco y camino hacia el mar en donde veo a muchas parejas besándose. Una mujer se mete bailando de espalda al agua, dejando que las olas le mojen la minifalda, mientras que un par de hombres orinan frente a ella de cara al mar. Me quedo ahí hasta que el grupo termina su presentación y se prepara el siguiente, pensando en que soy un extranjero en tierra de extraños, procurando observar cómo viven.
Saco el mapa y camino por una calle iluminada hasta un sector cerca al río Mampituba, en el que los dueños del camping me indicaron que hay un club. En la entrada algunas personas bien vestidas miran con cara de culo. Otras a medio disfrazar posan en una actitud arrogante. Me devuelvo a la playa en la mitad de la noche. La gente sigue bailando a la voz de un cantante que se escucha desde varias cuadras de distancia. Son las 3:00 p.m. Me quedo un rato más y me devuelvo al camping.
– Cómo te pareció el carnaval – me pregunta el dueño del sitio mientras me devuelve la maleta al día siguiente.
– Es un concierto.
– Sí, bueno aquí en Torres eso es lo que hay.
Salgo y camino por la ciudad de día. Voy al río y lo bordeo hasta el extremo de Playa Grande en donde desemboca. Sigo por la desértica playa en la que no hay ni un alma a excepción de unos salvavidas aburridos escondidos en sus casetas escapando del frío. En el mapa aparece una foto de la larga playa de 2 kilómetros repleta de gente. El cielo esta gris, un viento fuerte levanta la arena y las primeras gotas de agua se insinúan. Tomo algunas fotos y sigo caminando hasta Prainha, pasando por una gruta en la que se apareció la virgen, llegando hasta Praia da cal, cerca al morro del farol. Me tomo un jugo de piña desabrido pensando en que estoy perdiendo tiempo. Me encuentro en el lugar equivocado. Camino hasta la Terminal de buses del otro lado de la ciudad, compro un pasaje para Capao de Canoa, me devuelvo al camping, me baño, desarmo la carpa y camino de vuelta cargando la mochila hasta el Terminal, en donde me monto a las 7:15 p.m. en un bus lechero que bordea una costa en la que se ve la inmensidad del mar, pensando que, lo que en realidad me dolió de vender mi BMW 323i de 1980 en perfecto estado de conservación, no fue el hecho de salir de una joya mecánica, el último recuerdo de esa vida que había llevado al ser abogado, sino que su venta significaba mi ida, el desprendimiento de un país en el que nací, de unas esquinas que me vieron crecer, del contacto de mis papás, mis hermanos, mis amigos y mi novia.
Esta historia queda en continuará…, porque el mundo es mejor verlo con los propios ojos que por el Discovery Channel. (Las publicaciones se harán los martes y jueves aunque su periodicidad no puede garantizarse dada la naturaleza del viaje). Para ver más fotos del viaje diríjase a las páginas www.eduardobecharanavratilova.blogspot.com y www.brasilendosruedas.blogspot.com Agradecemos a los siguientes colaboradores: Embajada brasilera en Colombia, Ibraco (Instituto cultural de Brasil en Colombia), Casa editorial El Tiempo, eltiempo.com, Avianca, Gimnasio Sports Gym y la revista Go “Guía del ocio”.