(Esta travesía no podría hacerse sin el patrocinio de Gótica Eventos y Hanna Estetics, Bogotá)

 

Favor hacer las donaciones para los niños con cáncer en la cuenta de ahorro exclusiva para Brasil en dos ruedas, número 0483124605-2 de Bancolombia a nombre de OPNICER (Organización de padres de niños con cáncer, Nit: 830091601-7). Con estas donaciones usted está ayudando a un niño enfermo de cáncer a tener una posibilidad de vivir.

 

 

Abro los ojos. No sé dónde estoy. Una luz que titila marca en el despertador las 7:35 a.m. La alarma suena. Odio ese sentimiento. El de abrir los ojos y no recordar en qué lugar puse la cabeza en la almohada. Sólo lo supera el de saber que tienes que alistarte a mil porque estabas tan dormido que ni siquiera el desagradable sonido de la alarma logro despertarte. Debo correr. El maldito ruido lleva sonando desde las 7:15 a.m. Me baño y visto rápido. Bajo a desayunar.

 

– Debes darte prisa. El bus pasa por la plaza a las 8:00 a.m. Es el único que hay por la mañana – me recuerda Hans cuando me ve.

 

Tomo un pan, lo abro con los dedos y le embuto un queso y un jamón adentro. Agarro un pocillo y me sirvo un tinto. Intento tomar pero está muy caliente. Lo dejo. Salgo del albergue. Mi reloj marca las 7:56 a.m. Acelero el paso. 7:57 a.m. Corro. Voy masticando el sándwich en mi boca. A la cuadra paro; camino rápido, 7:58 a.m. Vuelvo a correr. Llego a la plaza a las 7:59 a.m. Aún debo cruzarla, del otro costado veo el bus llegando. ¡Maldita sea! Corro, lo veo recoger a los trabajadores, está cerrando las puertas, el dolor de la hernia me mata, le hago señas, no me ve, corro, está acelerando, un trabajador me ve y le dice que pare. Frena. Me monto. Voy arrastrando la pierna. ¡Puta hernia de mierda! Le agradezco al empleado que me vio, bajo mi revolución, recupero el aliento, limpio mi rostro sudoroso y minutos después doy un nuevo bocado a mi sándwich.

 

El bus recorre una carretera sinuosa que da contra un acantilado. A los 25 minutos parquea frente al parque. Me bajo con los empleados. – Tienes que esperar a que el parque abra – me dice uno de ellos.

 

– ¿A qué horas es eso?

 

– A las nueve.

 

¡Mierda! Media hora. Tanto correr. Me siento en una banca desolada afuera del parque. Grandes montañas lo circundan. Hay un letrero que dice: Parque estadual do Caracol. Al poco tiempo llega una empleada que estaba en el bus y me hace caras de que entre. Lo agradezco. Camino hasta llegar a un mirador desde el que puedo ver el principal atractivo del parque. Una catarata de potente caudal que cae al vacío sobre una gran formación de roca amarilla, que tiene una particularidad especial: produce un arco levadizo de curvas casi perfectas que le da simetría. Ante los ojos de un observador desprevenido podría aparecer como un puente de fabricación humana. Las aguas descienden produciendo un continuo rugido. El día está perfecto. El sol se levanta brillante por el horizonte y aprovecho para tomar algunas fotos. La espesa selva sub-tropical rodea al paraje. Altos árboles de tronco firme se levantan sobre las montañas contiguas que forman un cañón.

 

Una vez el parque abre al público, subo por un ascensor a un mirador especial en el que veo la catarata desde un punto más alto. Leo algunos datos interesantes que indican que la región fue habitada por indios cangangues, recolectores de frutos y semillas, o que en 1863 llegó el primer colono llamado Guilherme Wasen proveniente de Alemania. La vegetación característica del parque es la mata de Araucaria y el pino bravo entre otras especies de árboles de clima templado. Hay una larga lista de mamíferos, aves, peces y reptiles entre los que se destacan un par de serpientes: la falsa coral y la verdadera.

 

Me acerco a una interminable escalera metálica de 927 escalones, lo equivalente a un edificio de 47 pisos que lleva a un mirador en la base del salto. Un gran aviso indica no intentarlo si no se está en una buena condición física. Lo pienso. Me aventuro. Llego exhausto. Unas abuelas que toman fotos con naturalidad revolotean por el mirador. Veo una pasarela destruida sobre el agua, arrastrada por la corriente en una inundación. Tomo algunas fotos mojándome con un rocío que alcanza a dispersarse por los 130 metros de caída. Subo de nuevo la interminable escalera y camino hasta las ruinas del molino, las corredeiras, unos rápidos por los que el agua se desliza sobre gradas naturales, y luego hacia el acueducto donde me encuentro a un brasilero de unos 30 años llamado Tiago, que conocí en el albergue el día anterior. Terminamos de ver el parque, mientras me cuenta que trabaja en Sao Paulo de guarda espaldas y que si bien es peligroso, pagan de maravilla.

 

– Estoy dispuesto a correr el riesgo. Este trabajo me permite vivir como yo quiero – dice.

 

Llegamos hasta el centro Loboguará en donde hay información precisa de la flora y fauna de la región, junto a diversos animales disecados entre los que se encuentra el propio lobo, a quien no le sirve honrar con su nombre al centro, ya que por desgracia se encuentra en vía de extinción.

 

A las 12:30 tomo un bus que me devuelve a Canela, saco mis maletas del albergue, camino a la Terminal y me embarco en otro hacia Porto Alegre. Voy viendo el bello panorama de altas montañas que el bus recorre cuando oigo a unas personas hablando en español con acento de Colombia. Son tres estudiantes de Bogotá que están de intercambio en la asociación cristiana de jóvenes YMCA. Me cuentan que ya han estado en Tramandaí, Porto Alegre y Canela y que vinieron a hacer trabajo social, como acompañamientos de grupo en los sectores más vulnerables del sur de Brasil, especialmente en campamentos de niños carentes.

 

– Es la primera vez que hay un intercambio de este tipo entre Colombia y Brasil – dice Paola Morantes, quien estudia finanzas. – Lo que más me ha impresionado de Brasil, es que la gente es muy cálida; hay mucha naturaleza y cuando sirven los platos hay mucha comida.

 

– Yo tuve una experiencia con una niños carentes y me di cuenta que en todos lados es igual. Lo que se tiene acá se tiene en Colombia y en todo el mundo: pobreza, problemas sociales, mucho trabajo por hacer – dice Evelyn Victoria quien estudia cocina. – Lo que yo sé, lo aplico acá y lo que me enseñaron acá lo aplicaré en Colombia.

 

– A mi me quedan muchas historias, como la de un hombre que se trasteó al campo y lleva 7 años viviendo ahí porque le gusta el contacto de la naturaleza y la tranquilidad. Tiene una niña de 2 años y dice que para su hija ese es el ambiente más sano que hay. Para mi carrera ha sido bueno. Me he relacionado con personas de alta y poca capacidad económica. He aprendido a tratar con mucha gente que es lo que voy a hacer en mi vida –dice Ricardo Rojas quien estudia comunicación.

 

Me cuentan que la YMCA financia los viáticos pero cada uno de ellos debió pagar el pasaje de avión. Les encanta lo que hacen, porque sienten que con ello están aportando un grano de arena para que el mundo sea un mejor lugar para todos.

 

Nos despedimos de abrazo en la Terminal de Porto Alegre.

 

– Esta noche me voy a ir a ver el partido del Cúcuta contra Gremio por la Copa Libertadores – les digo alejándome.

 

– Mucha suerte para ellos y para ti, en tu viaje – grita Paola.

 

Camino a una cabina de teléfono y llamo a Tania al celular.

 

– Ya estoy en Porto Alegre.

 

– ¿Estás listo para ver perder al equipo de tu país?

 

– No hables antes de tiempo; el pez muere por la boca.

 

Esta historia queda en continuará…, porque el mundo es mejor verlo con los propios ojos que por el Discovery Channel. (Las publicaciones se harán los martes aunque su periodicidad no puede garantizarse dada la naturaleza del viaje. Espere los jueves reportajes gráficos). Para ver más fotos del viaje diríjase a las páginas www.eduardobecharanavratilova.blogspot.com y www.brasilendosruedas.blogspot.com Agradecemos a los siguientes colaboradores: Embajada brasilera en Colombia, Ibraco (Instituto cultural de Brasil en Colombia), Casa editorial El Tiempo, eltiempo.com, Avianca, Gimnasio Sports Gym y la revista Go “Guía del ocio”.

 

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