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(Esta travesía no podría hacerse sin el patrocinio de Blast Premium y Hanna Estetics, Bogotá)

 

Favor hacer las donaciones para los niños con cáncer en la cuenta de ahorro exclusiva para Brasil en dos ruedas, número 0483124605-2 de Bancolombia a nombre de OPNICER (Organización de padres de niños con cáncer, Nit: 830091601-7). Con estas donaciones usted está ayudando a un niño enfermo de cáncer a tener una posibilidad de vivir.

 

Nota al lector: Esto no es ni una guía turística ni un manual de viajero.

 

 

¡Vino anoche! En medio de mis sueños me susurró al oído: Eres débil y eso te hace vulnerable. ¿No te has dado cuenta de que lo tienes todo servido? Una mujer esplendorosa, el cariño de una familia, educación, salud y la juventud que aún anida en ti. Si quisieras dejarías esto atrás para volver con ella, dejarte seducir por una vida apacible de logros más pequeños pero más reales. Antes de voltear de lado, respondí: Dices eso porque no eres tú quien siente la carga de los sueños. Hablas como un hombre, me dijo el otro dragón. Quise abrir los ojos y decirles a ambos que no irrumpieran en la mitad de la noche, pero fue imposible, permanecí inerte bajo el viento leve del ventilador de techo cuyas aspas apenas sirven para mover un poco el aire del lugar.

 

El brillo del sol se cuela por entre las ranuras de la ventana como siempre. Permanezco tendido un rato. Me levanto, la abro y vuelvo a la cama. Un olor a vegetación fresca invade el espacio. Por entre la ventana veo matas verdes llenas de flores violetas y moradas que escalan la ladera. ¿Qué voy a hacer? Quisiera tener tranquilidad de mente y espíritu, no pensar más en ello, dejar que las olas siguieran reventando en la playa y mirar su ondulación como un fenómeno magnífico de la naturaleza. Entiendo que el dolor aprisiona y no suelta. Entiendo también que te pone una mordaza y que surte una especie de intoxicación que te pasma, como el veneno de una culebra que se difumina por tu cuerpo destruyéndolo hasta la muerte. ¡Bahhhh! Tanta pensadera te ha vuelto poeta. Me levantó y voy a la ducha, me lavo los dientes, desayuno con yogurt de ‘morango’ y un sándwich de jamón y queso. Enciendo el computador y empiezo a trabajar en el cuento de los ‘Macacos Voladores’.

 

La mañana se va de largo. Almuerzo con otro sándwich y un poco más de yogurt de ‘morango’. Vuelvo al computador hasta que un hastío de teclas, ideas y palabras me hace huir de manera inmediata. Tomo el camino de arena que cruza la ‘Fazenda Verde’ hasta descender en la playa. La tarde está soleada pero la brisa levanta la arena. Camino hasta un restaurante en el ala sur y me pido un ‘Açai na tigela’. Aquí también estuve con ella, una tarde en la que había un grupo tocando en vivo, las personas tomaban cerveza y el sol se ponía detrás de la montaña formando en el horizonte un tono turquesa que se apoderó del escenario. De un momento a otro apareció una turma gigantesca de argentinos y una vez que el grupo terminó de tocar pusieron tecno y la rumba electrónica se tomó el lugar entre los saltos y bailes de las personas que esa tarde de verano, perdían sus ojos en el profundo color del horizonte que luego se llenó de estrellas.

 

Sobre el fondo oceánico aparece la figura lejana de un crucero. Los tibios rayos del sol acarician mi piel mientras degustó la fruta exótica del Amazonas que se sirve como una delicada pasta helada de color vinotinto, acompañada con trozos de banano y granola. Del otro lado del entablado hay una pareja comiendo y más cerca una familia completa que aparenta ser la dueña del lugar, pues todos, incluida la abuela y los pequeños nietos, le dan órdenes a un desgarbado mesero argentino que corre cada vez que piden algo.

 

Pierdo mis ojos en el horizonte y luego de un rato pago los 6 reales. Bajo por las escaleras de madera que desembocan en la arena y camino hacia el borde de la desértica playa en donde hay una solitaria pareja al lado de unas rocas amarillas y rojizas. Escalo una pendiente y le tomo una foto a la totalidad de la playa que se extiende frente a mi de una punta a otra, mostrando un ángulo desconocido. Continúo caminando por una carretera destapada que circunda la montaña hasta un punto en el que se convierte en la entrada de una propiedad cercada en la que se aprecia una vieja casa a medio caer y unas barcas de pescadores recostadas contra unas piedras. Tres tipos intentan meter una pesada nevera de icopor dentro del baúl de un taxi.

 

– Onde fica a trilha? – les pregunto.

 

– Vai la, recto – responde uno de ellos haciendo un gesto con su mano, pero lo cierto es que no sé por dónde se sube a la montaña hasta que veo bajar a un extranjero que me indica el camino a tomar.

 

– Be aware of the bull – recomienda.

 

Escalo el camino de piedra con el dolor de la hernia como un enemigo endemoniado. Paso al lado de unos peñascos rodeados de un panorama azul y verde que me conmueve. Sigo adelante hasta toparme con un puñado de vacas no muy amistosas que dejo atrás.

 

A medida en que asciendo un nudo en mi garganta se incrementa. Voy pensando en ella, en todo lo que pasó, en lo que me dijo y el desgarro que produjo en mí. Manoteo unas flores con rabia y sigo adelante. ¿Por qué lo hizo? Me lo he preguntado mil veces. Todo parece retrotraerse porque justo en los momentos cumbres – el increíble panorama se abre ante mis ojos y veo desde lo alto la cadena montañosa que se incrusta en el mar hacia el hemisferio sur, incluido el puerto de Imbituba como un dibujo de algún pintor impresionista – el sentimiento que me acompaña no es el de libertad absoluta, sino en cambio, ese horrible nudo en la garganta que me acuerda que algo anda mal y que mi vida está hecha pedazos. ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! Como un fantasma vuelve el recuerdo de las Cataratas de Iguaçu, – ¿por qué lo hiciste? – la veo con el rostro fruncido ante el esplendoroso panorama de la Garganta del Diablo que vocifera un continuo tremor que enmudece al resto de la naturaleza con su belleza. El agua pasa por debajo de la pasarela verde de metal puesta ahí para acercarte a Dios un poco más, pero ¡no!, mi pecho no está inflado sino que en cambio siento el nudo en la garganta que me comprime casi hasta la asfixia – porque tu estás apartada de mi y te veo restregar la cara con tus manos mientras apoyas los brazos en la baranda, tal vez sintiendo ese mismo nudo en la garganta o algo similar que nos aleja y nos mortifica hiriéndonos de muerte -. Al otro día las vimos desde afuera, desde el lado brasilero y pudimos vislumbrar que nos veíamos ínfimos, como otros lo hacían en aquel momento, ya que las pasarelas del lado argentino están incrustadas en los saltos mismos formando un panorama esplendoroso, único en el mundo – que para ti y para mí, en ese momento constituía la mayor contradicción del universo pues nada hay peor que amar y odiar a una persona al mismo tiempo.

 

¡Deja eso atrás! ¡Cállate!

 

¡Cállate tú!

 

– Me acerqué a ti pero fue imposible conciliar, me respondiste “déjame en paz”, admito que ya estaba harto de acercarme a conciliar, entonces te dejé sola y en cambio te tomé una foto, no sé si lo hice para que el momento se me quedara grabado de por vida o simplemente porque me pareció inusitado el hecho de que dentro de tanta belleza cupiera tanto dolor, ya había pasado innumerables veces – recuerdas lo de la Plaza de Orrego, sucedió en Palermo una noche antes y de nuevo, como un boomerang que me hería de muerte volvía la escena de la fiesta del año nuevo en Colón donde bailaste durante horas con esas niñas sin siquiera mirarme como lo hacías de nuevo y yo sentía que podía arrancarme la carne con las uñas. Te miré en silencio ante el espectacular panorama de fondo pensando que yo mismo debía ser una bestia al despertar lo peor de ti, al martirizarte, así como tu lo hacías, frente a un fenómeno natural de ese tipo, luego de que el día había sido perfecto, nos habíamos tomado fotos, mirado con complicidad y reído a carcajadas sobre la lancha que remontaba parte del río hasta unos de los saltos que bañaban a todo mundo con su caudal poderoso en un éxtasis de emociones para grandes y chicos, aún más para nosotros, porque mi cámara era contra agua y la podíamos mojar y retratar el momento como dos adolescentes fugitivos en pleno descubrimiento del amor, pero ¡oh diablos! la cámara, así como nos unía y nos hacía reír también nos hacia llorar. Y lo acepto, estoy lleno de defectos despreciables (ya lo he dicho antes) puede que haya puesto una barrera entre la cámara y tu, – con el paso del tiempo he venido pensando que fue precisamente eso lo que te llevó a herirme el alma como sucedió algunos días después en Florianópolis, con esa palabra asesina que retumba en mi cabeza como el recuerdo del día en que parte de mi fue tirada al mar para que se la comieran los tiburones.

 

– ¡Dale! ¡Rápido! Préstame tu cámara y te tomo una foto desde acá – dijiste parada en la escalera de metal de uno de esos fotógrafos que cobra 10 reales por retratarte frente a la Garganta del Diablo, yo te pasé la máquina, su batería estaba a punto de morir en cualquier momento y aún no teníamos fotos de la Garganta desde ese punto, sonreí pero justo en ese instante se paró un hombre enfrente arruinando la foto y luego lo hicieron otras personas a un lado y al otro, porque el punto era tan codiciado que todo mundo quería estar ahí y los seres humanos dejaban de ser personas para convertirse en un enjambre de insectos que se pisoteaban y yo seguía sonriéndole a la cámara, ya no con tanta naturalidad al pensar que los últimos instantes de la batería se estaban consumiendo sin sentido y que nos quedaríamos sin las fotos del escenario, lo cual me llevó, ya en un acto desesperado, a alejarme del punto y caminar hacia ti – tú aún manoteabas para que la gente se corriera – y decirte: – Apaga la cámara y dámela.

 

– Párate allá, estoy a punto de tomarla.

 

– ¡No! Apágala y dámela – repetí.

 

La soltaste al bajar de la escalera y preguntaste: – ¿Por qué haces esto?

 

– No tenemos pila – respondí.

 

– No me refiero a eso. ¿Por qué truncas cada intento espontáneo que yo tengo?

 

– Aún tenemos que tomar las fotos de la Garganta.

 

– Muérete con tus fotos – me gritaste y fuiste a frotar tus ojos con las manos envueltas – luego me di cuenta – en lágrimas que se desprendían humedeciéndolas.

 

 

Esta historia queda en continuará…, porque el mundo es mejor verlo con los propios ojos que por el Discovery Channel. (Las publicaciones se harán los martes aunque su periodicidad no puede garantizarse dada la naturaleza del viaje. Espere los jueves reportajes gráficos). Para ver más fotos del viaje diríjase a las páginas www.eduardobecharanavratilova.blogspot.com y www.brasilendosruedas.blogspot.com Agradecemos a los siguientes colaboradores: Embajada brasilera en Colombia, Ibraco (Instituto cultural de Brasil en Colombia), Casa editorial El Tiempo, eltiempo.com, Avianca, Jugos Blast, Gimnasio Sports Gym y la revista Go “Guía del ocio”.

 

——–

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Mi nombre es Eduardo Bechara Navratilova. Escribo como acto liberador que me ayuda a escapar del mundo, así termine volviendo a él. Me sirve para entender mis propios actos, aunque admito que acabo con más preguntas que respuestas. Tengo defectos despreciables, que dejaré al lector descubrir por si mismo. Detesto los trancones, las modelos y hacer fila en los bancos. Me gusta el fútbol y la rumba, me gusta la gente que persiste. Tengo los títulos de derecho (1999) y literatura (2005) en la Universidad de los Andes. La novia del torero, Editorial La Serpiente Emplumada (2002) y Unos duermen, otros no, Editorial Escarabajo (2006), son mis dos novelas publicadas. No tengo un peso en el banco, pero me he recorrido medio mundo en viajes. El ser humano y su comportamiento son mi tema de fondo.

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