Interrumpo el relato de Brasil al Desnudo para publicar esta crónica.
Llegue a las 11:45 p.m. a Broad. Hacia un poco de frío, aunque no como para sacar el gorro o los guantes de los bolsillos de la chaqueta. Eduardo estaba del otro lado frente al aviso rojo de Wendy’s, esperando en nuestro punto de encuentro. Daba un paso hacia un lado, se devolvía, y luego daba uno hacia el otro, con su figura alta y gruesa de jugador de tenis. Sostenía un celular a la altura de su boca, por el que hablaba con naturalidad. Al verme saco la mano del bolsillo de su chaqueta, la levantó para establecer contacto, la guardo de nuevo, aparto su mirada y volvió a la conversación.
Los carros pasaban hacia arriba y abajo en su flujo habitual con los cocuyos y luces encendidas. Algunos volteaban por Cecil B Moore sin mucha prisa, apagando la direccional al hacerlo. El semáforo cambio y de inmediato, un sonido agudo, parecido al de un pichón magnificado, resonó de un lado a otro de la calle, repitiéndose a cada segundo. Un joven de unos veinte años, luciendo un pantalón de lino café y una chaqueta azul de algodón, se lanzó a la calle balanceando su delgado bastón de aluminio de un lado a otro. Sus pasos fueron tan rápidos y seguros, que nos aproximamos al centro de la ancha calle al tiempo. El sonido de su bastón golpeando el piso frente a si de forma metódica: tac, tac // tac, tac, se escuchó por encima del pitido agudo del semáforo. Lo seguí con la mirada enfocando sus ojos perdidos sobre el vació, a medida en que se fue acercando. Su iris era azul y sus pupilas brillaban.
A lo lejos divisé entre la bruma la torre alta de la alcaldía con su color gris de piedra caliza, su arquitectura de segundo imperio francés, sus enormes relojes, mas grandes aún que los del Big Ben en Inglaterra, y la estatua en bronce de William Penn, erguida sobre la cúpula gótica, rodeada por rascacielos contiguos, como un vigilante mudo de la ciudad y sus habitantes.
Era un día habitual como cualquier otro lunes de invierno en Filadelfia. Algunas personas tomaban la línea C del bus hacia el centro, estudiantes vistiendo chaquetas, jeanes, botas y mochilas al hombro, subían de la estación del metro caminando hacia sus clases, City View Pizza y los demás restaurantes de los alrededores se preparaban para recibir a los primeros clientes del almuerzo, dos hombres entraban por las puertas de vidrio del banco de América, de la Librería Barnes & Nobels salía uno con bolsas de plástico en sus manos, mientras algunas otras personas tomaban café en Starbucks, y un hombre afro-americano con un chaleco anaranjado fosforescente, puesto encima de un grueso abrigo oscuro, vendía periódicos en la esquina norte sur, levantándolos a la altura de su cara, para mostrar una foto de algún héroe del momento, en la que se relataba el histórico triunfo de los Gigantes de Nueva York sobre Los Patriotas de Nueva Inglaterra, por el gran tazón, que todo el mundo andaba comentando, no sólo por lo emocionante que bahía sido el juego – algo poco frecuente en las grandes finales del futbol americano -, sino además por los antecedentes del histórico partido: Los Patriotas llegaban habiendo ganado todos los juegos de la temporada, algo nunca antes visto, pero con fama de marrulleros.
– ¡Puedes creer esta mierda! La vida esa así: ¡Una mierda! ¿Cuán injusta puede ser? ¿No sé por qué tienen que pasar estas cosas? – me dijo un Venezolano llamado Javier que había conocido esa noche en casa de Raquel, en donde había ido con Carlos y su novia Allie, a ver el partido. Manoteaba al hablar, mirando con furia a los asistentes que observaban los últimos instantes del partido. Se puso la chaqueta, el gorro y los guantes con movimientos agresivos, que mostraban su visible alteración.
– ¿Estás bien?
– No brother, me largo de aquí ya; esto da asco. ¿Sabes cómo se llaman y nadie los quiere? Los Patriotas, y eso no les dice nada a estos putos gringos… ¡A mi éste deporte de mierda ni siquiera me gusta… – les gritó al cruzarse por enfrente de la T.V., salir y cerrar con un portazo, al tiempo en que el ‘quarterback’ de Los Patriotas hacia el último lance desesperado, en un magnífico pase de setenta yardas que cruzo el campo entero y casi atrapa uno de los delanteros, a quien se le coló el balón por entre las manos, al ser estorbado por un defensa.
– Los Patriotas no merecían ganar – comento Allie caminando de vuelta a casa. – No después de la trampa que hicieron al inicio de la temporada, cuando los pillaron filmando las estrategias de los otros equipos en pleno campo de juego. La justicia si existe.
– En Colombia decimos que el tramposo cae en su poso – les dije despidiéndome, pensando que en realidad es cierto que la justicia cojea pero llega. Algo parecido había pasado con McLaren y Ferrari en el campeonato de F1 del año anterior, que Kimi Raikkonen gano en la última carreta por un punto, luego de que Lewis Hamilton lo había liderado durante todo el año, a pesar de la trampa que hizo su equipo, al robarse un libro técnico de la Ferrari a mitad de temporada.
¡Dios! Lo mismo tiene que pasar en Colombia, la justicia tiene que llegar, ya es hora, todos así lo pedimos, me dije al tiempo en que pensaba en todos los crímenes, mentiras y tretas que las FARC han venido realizando de forma continua e impune durante años. Volvieron a mi cabeza innumerables asesinatos, pueblos arrasados, la imagen de una iglesia incinerada con más de cien personas adentro, la explosión de un carro bomba en un club social en su hora pico, la explosión de dos granadas en un bar atestado, las imágenes de una bicicleta bomba, un collar bomba, un burro bomba, jóvenes mutilados por las minas quiebra patas, muerte, sangre, cadáveres y hombres descuartizados esparcidos por el piso. En mi mente se dibujó la desolación en la cara de cientos de personas secuestradas durante años de cautiverio en la selva, viviendo en circunstancias infrahumanas, enfermas de leishmaniasis y parásitos en sus cuerpos, el miedo y rabia de ganaderos y empresarios al ser extorsionados, o correr el riesgo de ver a alguno de sus hijos víctima de un atentado, al tener el suficiente valor de decir: – No les doy un peso a esos asesinos.
Terminé de recorrer las cuadras que llevaban a mi casa en la noche silenciosa del centro de ‘Philly’, en la que un inofensivo vaguito con una bolsa al hombro, me pregunto si tenía un fósforo para encender un cigarrillo. Analizaba la reacción de Javier en relación al nombre del equipo de Nueva Inglaterra, pensando en que no son las palabras las que hacen a los hombres, sino que sus actos hablan por ellos, y que más allá de que así se denomine a quien le tiene amor a su patria, un verdadero patriota es el que quiere el bien de su nación. Me acosté preguntándome: ¿Qué puede ser más antipatriota que la trampa, la mentira, el chantaje? Todas palabras hermanadas por la malicia, la intención de sacar ventaja, perjudicar o dañar a otro. ¿Qué bien puede querer un grupo que roba, extorsiona, tortura, secuestra, asesina y masacra a la población civil de su país? ¿Qué bien puede querer un grupo que perpetúa su terror escudado en una bandera política cuando se lucra del narcotráfico y el rapto y venta de seres humanos?
Me dormí imaginando las grandes marchas que se llevarían a cabo al día siguiente, sabiendo como siempre se ha sabido, que toda esa fachada en que se escudan es pura mierda. Ha sido pura mierda durante muchos años.
Eduardo saco la mano del bolsillo para estrechar la mía. Habló por su celular durante algunos segundos más, golpeando el vacío con pequeñas patadas que daba con la punta del tenis, estirando su larga pierna.
– Ve, mi amigo no pudo volarse del trabajo – me dijo al colgar. – Andrés tampoco pudo venir, está en clase al igual que mi novia. ¿A quién más esperamos? – pregunto mirándome con cierta decepción que su rostro simpático pronuncio, al inclinarse hacia un lado y subir el parpado levemente.
– A una amiga mía de Bogotá. Viene en metro; tiene que estar por llegar. Yo no me puedo demorar mucho, ando escapado del trabajo.
– Yo tampoco, tengo entrenamiento.
Un par de mujeres bajaban frente al aviso anaranjado de las escaleras de la estación Cecil B. Moore, sosteniendo una bolsa abierta de papas a la francesa humeantes, que acababan de comprar en Wendy’s.
– No sé qué le habrá pasado a Beatriz – le dije a Eduardo cuando sentí la vibración del celular en mi bolsillo. Era ella.
– Ya estoy aquí, en la estación Fern Rock – dijo.
– Beatrix, le dije dirección Fern Rock, no estación Fern Rock, mucha bola. Devuélvase una estación hasta Olney que ya vamos por usted. Menos mal queda en la vía. Espérenos en Broad sobre la esquina sur.
– No sé cual es la esquina sur.
Caminamos hacia el carro por enfrente de los edificios grises de la universidad de Temple, de cuyas fachadas clásicas de grandes puertas, ventanales amplios y extensos salones interiores, se desprendía una especie de aura de sabiduría. El viento golpeaba las pancartas dispuestas en cada poste exhibido con la letra T sobre el fondo rojo, moviéndolas hacia uno y otro lado con violencia. El ruido de la tela producía el sonido de una cometa al elevarse.
Subimos por la calle Norris, por donde el color ocre de los ladrillos de las casas del “Ghetto”, resaltaba las ramas esqueléticas de los árboles, distanciados unos de otros, por unos tres metros de distancia.
– Los colombianos salieron a marchar en Tokio a pesar de que hay una de las peores nevadas de la historia, y en Melbourne hubo más de 500 personas, me contó mi amigo.
– Hay marchas simultáneas en todas las grandes ciudades del mundo. ¿No es eso algo demostrativo?
– Es algo sin precedentes – respondió al tiempo en que nos subimos al carro bajo la vista de dos hombres afroamericanos que nos examinaban, mientras hablaban de algún ‘business’ que tenían entre ellos. Quité el seguro del timón y encendí el motor, viendo los andenes sucios, que aparecían llenos de papeles y bolsas plásticas que el viento arrastraba por el piso, al lado de algunas casas de dos y tres pisos, selladas con tablas clavadas en puertas y ventanas.
– En Colombia le están agradeciendo a Chávez que haya unido al pueblo colombiano de esta forma. Hay millones de personas marchando en contra de las FARC en diferentes ciudades del país y del mundo. Parece como si el pueblo colombiano por fin se despertara.
– Ya era hora.
– Pero, ¿vos si supiste lo que dijo Chávez? Que todas estas actitudes son agresiones bélicas contra el ejército del Libertador.
– Si eso es cierto, Chávez se la esta fumando verde.
Bajamos por Diamond y tomamos Broad hacia el norte. Camilo esperaba en el cruce con Ontario frente al hospital de la Universidad, a una milla y media de distancia. Apuramos el paso entre el flujo del tráfico, detenido de forma continua por la infinidad de semáforos que poblaban la avenida.
– ¿Quién sabe cuántas personas haya en Nueva York y Washington? ¿En Miami como que hay miles? ¿Qué más necesita esta gente para saber que son detestados?
– No les importa, Eduardo. Eso es un negocio; todo el mundo lo sabe.
– Les va a tener que importar. El mundo entero se esta enterando de que el propio pueblo de Colombia los odia.
Continuamos abriéndonos paso entre los carros a medida en que nos fuimos acercando al hospital de la Universidad. Mi reloj marcaba las 12:05 a.m. Aceleré, pero un nuevo semáforo en rojo me frenó de nuevo.
– Menos mal que aquí no hay marcha sino manifestación, o si no ya nos habría dejado – dije mirando hacia la calle, por donde un lote lleno de desperdicios de construcción aparecía a la vista.
Pasamos por debajo de un puente férreo que cruzaba en diagonal a Broad, avanzando por algunas calles en las que bodegas y edificios con las fachadas sucias y descascaradas se levantaban a lado y lado. Al poco tiempo llegamos a Ontario.
Camilo se subió con un amigo que lucía una gorra, una chaqueta y un poncho blanco con el tricolor colombiano. Las prendas contrastaban con su piel morena y su barba de tres días sin afeitar, insinuada en los bordes del bigote.
– Carlos Barrero, mucho gusto – dijo estrechándonos la mano.
– Camilo Moncada.
– Eduardo Saavedra.
– Acaban de iniciarse todas las manifestaciones a nivel mundial – dijo Camilo entusiasmado. – Paris, Londres, Ámsterdam, Roma, Madrid, Berlín, Moscú, Oslo, Estocolmo y muchas otras ciudades europeas ya tuvieron sus marchas.
– Como que hay manifestaciones hasta en los sitios más recónditos del planeta. El desierto del Sahara, la Patagonia, Angola, Kurdsistan. Se está hablando de una globalización del repudio.
– Nada raro, los Colombianos están regados por el mundo – dijo Eduardo inclinando su cabeza hacia delante.
– ¿Eres caleño?
– Sí, ¿Ustedes?
– Bogotá y Pereira.
Aceleré, intentando abrirme paso entre el trafico creciente de carros. El horizonte gris amenazaba con dejar caer las primeras gotas de lluvia.
– ¿Qué estudian?
– Un doctorado en bioquímica. Trabajamos en un proyecto de investigación, en el que experimentamos en ratas el efecto de la nicotina como agente inhibidor de la pulmonía. ¿Vos estudias en Temple también?
– Administración, y estoy en el equipo de tenis de la universidad. Este fin de semana jugamos contra Penn. Ve, ¿no es increíble que esta movilización de millones de personas haya sido gestada desde Facebook?
– Es porque es una convocatoria hecha por los jóvenes a punta de corazón, sin que primen intereses políticos mezquinos de ninguna índole – dije.
El tráfico se fue haciendo más denso a medida en que nos acercamos a la calle Olney, en donde Beatriz esperaba abrazada a un poste. La vi entre el gentío que atravesaba la calle así estuviera el en rojo. Su cara cambio al vernos. Viré y me orillé en el carril exclusivo para el bus, al lado de unas tiendas de diversa índole que bordeaban la calle de doble vía.
– Mucha despistada, Beatrix.
– Que hago, soy nueva en Philly… ¿No es esto increíble? Todos los colombianos del mundo unidos contra las FARC. Es algo tan extraordinario que casi no se cree.
– Sí, es extraordinario.
– Ya nadie los quiere. Los mismos guerrilleros que se entregaron ante el gobierno hace una semana, dijeron que jamás querían volver a vivir esa tortura.
Beatriz lucía feliz, llevaba un saco gris de la Universidad de Penn por debajo de una chaqueta larga que le llegaba a la altura de las rodillas. No la veía desde hacía un par de años, pero guardaba la misma espontaneidad. Se reía con emoción abriendo sus ojos negros y vivaces, al tiempo en que juntaba las manos al borde de su boca. Su emoción era evidente. Estaba rodeada de personas de su país, como si parte de su tierra se hubiera prolongado por el continente Americano, hasta las frías tierras de Pensilvania, en las que la necesidad de rechazar las atrocidades de las FARC, la unía a ese clamor nacional que nos llevaba a exacerbar un nacionalismo inactivo, que hacia erupción así no estuviéramos en nuestra tierra, sino volteando por la calle cinco, en donde vimos la iglesia de La Encarnación al fondo, abarrotada en su frente por personas luciendo camisetas blancas por encima de sus sacos y chaquetas, banderas ondeando por todos lados, cámaras de video, cámaras fotográficas, reporteros y consignas que escuchamos a medida en que nos acercamos, y la sangre de nuestro cuerpo se fue acelerando por el torrente de nuestras venas.
Espere la parte II de “Digámoslo en Inglés: We are Colombia” en los próximos días.
Vea más fotos de la manifestación en:
www.eduardobecharanavratilova.blogspot.com