Parqueé donde pude. Era una calle estrecha que conectaba a la quinta con la sexta. Una fila de carros se extendía por el costado derecho de la calzada. Del otro lado, una puerta de garaje entreabierta dejaba ver lo que parecía el interior de un taller. No había nadie, aunque un par de martillos anchos y una llave inglesa de color plateado aparecían encima de una mesa de madera. Me bajé y eché seguro. Las consignas de protesta se oían  hasta allá. Descendí por la calle con paso acelerado, volteé la esquina y vi la iglesia de ladrillos grises levantada sobre el horizonte.

 

– ¡No más secuestros! – escuché que decía un hombre por un altavoz.

 

– ¡No más secuestros! – respondió la manifestación en una sola voz. Paré a tomar una foto de la escena, enfocando a la gente parada frente a un arco de extremos equiláteros, que subía hasta la mitad de la nave principal.

 

– ¡No más muertes! – dijo el hombre.

 

– ¡No más muertes! – respondió el grupo de personas que bajaba desde lo alto de las escaleras, por donde tres arcos menores delineaban el inicio de dos puerta laterales y una central, bordeando las barandas de piedra en un gran triangulo humano que llegaba hasta el andén, extendiéndose hacia uno y otro lado.

 

– ¡No más mentiras!

 

– ¡No más mentiras! – oí tomando una nueva foto, en la que aparecía el techo puntiagudo de la iglesia y su gran rosetón central de catedral del medio evo, con la forma de una corola de seis pétalos en punta, rodeados por un círculo exterior al estilo del arte gótico.

 

– Esta va con toda: ¡No más FARC!

 

-¡No más FARC! – resonó por las calles, al movimiento de la manifestación que empezó a ondear las banderas en un despliegue vivo de color amarillo, azul y rojo, que cargaba el ambiente de emotividad y pasión.

 

Algunos carros que venían por la quinta desaceleraban para observar el acontecimiento inusual, y algunos otros empezaban a pitar a su paso.

 

Crucé la calle caminando hacia el epicentro de la revuelta, en donde periodistas y camarógrafos enfocaban los gritos de protesta. Un fotógrafo de chaqueta de cuero se agachaba doblando sus rodillas para encontrar el mejor ángulo, otro disparaba una y otra vez, apuntando con uno de sus ojos semiabiertos por el visor de la cámara, una joven de chaqueta verde, bufanda café y mochila en su espalda, hacia anotaciones en una pequeña libreta, una periodista bien maquillada le daba instrucciones a su camarógrafo quien le alcanzaba un micrófono, una mujer con camiseta blanca y guantes negros, repasaba algunos apuntes de un papel, y una joven que sostenía una gran cámara de Univisión apoyada en uno de sus hombros, quien lucía un gorro de lana gris, un saco de hilo habano con capucha y borde de peluche, unos jeans que se ceñían a sus bien contorneadas piernas y unos parlantes de aro plástico sobre su cabeza, hacia tomas moviendo con ambas manos el borde cilíndrico del grueso lente, en las que aparecían las personas agrupadas con sus camisetas blancas, estampadas con los colores de la bandera, en cuyo interior estaba escrito en letras negras, las consignas que acababan de gritar.

 

– No vamos a seguir dejando que estos asesinos acaben con nuestro país. Tienen que entender, de una vez por todas, que no los queremos, que el pueblo de Colombia los denuncia, que repudiamos sus actos y que los condenamos ante la historia y ante la comunidad internacional –, dijo el hombre a quien distinguí en un instante en el que se volteo y vi su perfil de nariz recta y frente ancha. Era Julio Largo, el director de Acción Colombia, quien megáfono en mano, continuaba vociferando en contra de las FARC.

 

Un nuevo grupo de jóvenes se bajaba de un carro poniéndose las camisetas sobre sus sacos, al tiempo en que, de un restaurante contiguo, en cuya fachada ondeaba la bandera de Colombia, salían dos mujeres en delantal de cuadros azules y blancos, aproximándose a la protesta.

 

– No más zonas de despeje, ni nada de esas cosas, esos bandidos ya han tenido muchas oportunidades, el mundo entero conoce su juego de prometer y no cumplir, se acabó la paciencia, que nos dejen en paz y se vayan para Venezuela…

 

– ¡No, no! -, gritó una voz desde algún lugar de la manifestación. – Aquí hay venezolanos; ellos tampoco quieren a las FARC. Que se las regalen a Chávez.

 

– Sí, se la regalamos a Chávez, que haga con ella lo que quiera, pero lejos de nuestro territorio y nuestra gente. Gritémoselo otra vez: No mas secuestros…

 

Tome unas nuevas fotos en las que aparecían hombres y mujeres de todas las edades sosteniendo carteles en sus manos con las consignas en ingles. Un hombre parado sobre una barda, agitaba una gran bandera de Colombia que sobresalía por encima de las otras. Una mujer con una balaca y la camiseta amarilla de la selección de futbol, sostenía un listón blanco de madera, en el que había un círculo superior en cartón, donde estaba escrito de un lado: “Sí a la Paz”, en color verde, y del otro: FARC, en negro sobre fondo blanco, tachado por una franja diagonal roja que rodeaba la parte externa del círculo, como si fuera una señal de tránsito de prohibido parquear. Un hombre con un gorro de tres puntas, cada una del respectivo color de la bandera, representaba a un secuestrado con sus manos atadas a una cadena que colgaba de su cuello. Portaba un aviso en fondo blanco, en el que estaba escrito con letras rojas una frase que usaba el acrónimo de las FARC: Fuerzas Asesinas Rechazadas X Colombia.

 

Hombres y mujeres, jóvenes, niños, mamás con sus bebes en los brazos, gritaban de nuevo las consignas que Julio repetía hasta que un joven de pelo negro, en cuya camiseta blanca decía “Colombia soy yo”, le pidió el megáfono, lo acercó a su pecho, pasó la cinta negra por su cabeza y empezó a gritar: – Tenemos suficiente de estos narcoterroristas, ellos no son Colombia, son los asesinos de Colombia, nosotros somos Colombia, nosotros somos Colombia…–, no veía su cara pero podía sentir su sentimiento por el tono emotivo de su voz y la forma en que sacudía su cabeza hacia delante repitiendo: –…nosotros somos Colombia, nosotros somos Colombia, digámoslo en ingles: ¡We are Colombia! – pronunció.

 

– ¡Wee aree Colombia! // ¡Wee aree Colombia! // ¡Wee aree Colombia!…- exclamó la manifestación en una voz creciente en la que nos vimos envueltos por un júbilo inusitado, que arrebataba a cualquiera que estuviera ahí presente. Busque a Eduardo, Camilo, Beatriz y Carlos pero no los encontré entre el gentío, tome una foto del joven, seguí gritando, busque de nuevo a mis amigos; todo el mundo a mi lado gritaba: “¡We are Colombia!”.

 

Un cosquilleo parecido al de un cienpiés caminando sobre mi vientre erizó mi cuerpo. Pensé en toda la sangre derramada, en las vidas perdidas, los anhelos de tantas personas destruidas por una guerra prolongada sin sentido, un desgarre como lesión crónica, con el que habíamos aprendido a convivir sabiendo que el dolor existe, pero aguantando en silencio.

 

Me sobrecogí al saber que el momento de decir no más había llegado, que todos nos levantábamos por fin en contra de aquel lobo feroz que se hacia pasar por la abuelita de Caperucita, vistiendo una pijama y un gorro para encubrir la verdadera piel que todos ahora exponíamos ante el mundo.

 

Tome mi celular y llame a Eduardo: – ¿Donde están?

 

– Del lado derecho.

 

Caminé hacia allá, sintiendo una especie de júbilo inmortal, pensando en que el himno de la República llevaba esa estrofa para momentos como aquellos, en donde la nación entera sentía el orgullo visceral de ser colombiano y sobreponerse a la adversidad.

 

Vi a Beatriz tomando fotos con su cámara y me acerque a ella.

 

– Del putas esto, ¿ah?

 

– Increíble –, respondió abriéndome sus grandes ojos negros. – Mira –, dijo mostrándome la pantalla de su cámara digital: – le hice un video.

 

Eduardo y Carlos aparecieron. Le di la cámara a un hombre que nos tomo una foto a los cuatro, contra el fondo de la manifestación que nuevamente coreaba las consignas iniciales.

 

Le tomé una a un grupo de estudiantes con la bandera, en la que una joven vestida con saco de cremallera, chaqueta y bufanda blanca, marcaba el centro de una bonita imagen, en la que había otro joven con un saco gris de la universidad de Penn, una niña con tapa oídos de peluche en sus orejas, uno de gafas mirando hacia otro lado, un chino a mitad de carcajada y algunas otras jóvenes de abrigo o chaqueta y bufanda, posando con grandes sonrisas de boca abierta, rostros rozagantes y gestos animados.

 

Tomé algunas otras en las que hice un ‘close up’ de las personas apostadas en las escaleras de la iglesia, dentro de las que se encontraba la mujer de la barda con el signo de prohibidas las FARC, algunos hombres y mujeres con capuchas, gorros, chaquetas, sacos y ponchos, hombres y mujeres de diversa índole, la mayoría con banderitas en sus manos, pensando en que cada uno de ellos tenía su propia historia particular, del por qué habían salido de Colombia, y cómo habían llegado a los Estados Unidos. Varias podían parecerse a la novela “Paraíso Travel” de Jorge Franco.

 

– Vamos a ver el letrero que tienen del otro lado – me dijo Beatriz. La seguí pasando por enfrente de la manifestación, donde Julio se apersonaba una vez más del megáfono.

 

Me paré frente al cartel, escuchando el sonido de “No más secuestros”, que la manifestación volvió a repetir. Mostraba una gran palabra en rojo, seguida de otras dos, que aparte habían sido delineadas con un borde negro: FARC ASSASSINS TERRORISTS.

 

Apunté y le tome una foto en la que aparecía el vistoso letrero que cuatro personas sostenían en su centro y extremos, frente al resto de asistentes que ondeaban sus banderas. Iba a tomar otra cuando oí que me llamaban por mi nombre desde atrás. Me volteé y vi a una elegante mujer estilizada con gafas de sol.

 

– Ivonne Malaver; ya no te acuerdas de mí.

 

– ¡Ivonne! – respondí y me lancé a abrazarla.

 

– ¿Viniste a cubrir o a protestar?

 

– Las dos cosas – le respondí a la periodista de Al Día, muy reconocida en Colombia por haber cubierto la época dura del narcotráfico para El Tiempo.

 

– Yo vine a mostrar mi indignación como todos. Ya era hora de esto.

 

– Ya era hora hace mucho tiempo – respondí al tiempo en que tomé una nueva foto de la pancarta que relucía por su blancura total al contraste del rojo de las letras.

 

– Creo que Colombia tiene sida –, le dije agachándome a tomar otra foto en la que retrataba el cartel en otro ángulo. – Se le metió un virus que la quiere matar.

 

Tomé una nueva foto.

 

– ¿Cuantas personas hay, doscientas?

– No alcanza; ciento cincuenta – respondió.

 

Me presentó a un periodista mexicano que estaba con ella. Hablamos de la situación política mientras tomaba algunas otras fotos, sintiendo una fuerte obsesión por la pancarta. Le tomé una vertical en la que salía la iglesia entera con su cruz de piedra erguida en la punta de su fachada, y la torre lateral que acababa con cuatro agujas labradas en piedra.

 

– ¿De dónde será esa bandera? – preguntó, al ver a unos hombres de ruana y sombrero vueltiao sacar una con los colores de España.

 

– Voy a preguntarles – le dije caminando hacia ellos. – ¿De dónde es?

 

– De Pereira, los pereiranos estamos presentes –, dijo orgulloso un hombre de unos treinta años que la extendía frente a sí.

 

Guardala guevón, que la gente va a pensar que no somos colombianos – le dijo el que estaba a su lado.

 

Le conté a Ivonne.

 

– Sí, aquí hay colombianos de todos lados – comentó.

 

Beatriz me tomó un par de fotos frente a la pancarta, al tiempo en que la manifestación pareció llegar a su fin. Las personas empezaron a dispersarse caminando hacia arriba y abajo de la cuadra, por donde se aproximó un largo taxi amarillo de marca Ford, con capó alargado y luces planchetas.

 

Me despedí de Ivonne y fuimos al frente de la iglesia, en donde estaba el hombre de las manos atadas por cadenas.

 

– ¿Puedo tomarte una foto?

 

– Claro.

 

Encuadré el letrero que colgaba de su cuello, con sus manos encadenadas apuntando hacia arriba en actitud de rezo, su rostro adusto detrás de ellas, y el rosetón de la iglesia de fondo.

 

– ¿Para dónde es la foto?

 

– Para una crónica que sale en la página del Tiempo.

 

– Si ve mijo, va ir para El Tiempo, ¡qué dicha! – dijo su señora emocionada. – Yo quiero salir en la foto.

 

La simpática señora de jeans, saco rojo, pelo negro y cara ovalada sonrío, subiendo una banderita que tenia en su mano izquierda. Tome la foto. Tomamos algunas otras del grupo, sintiendo un orgullo embriagador.

 

– Yo quiero una con la juventud – dijo un señor de entradas protuberantes y rostro colorado, quien se incorporó con un afiche en el que estaban escritas las consignas en inglés.

 

Caminamos calle arriba hacia una tienda aledaña que estaba repleta. Seguimos adelante bordeando unas fachadas en las que sobresalían diferentes letreros en español, promocionando los establecimientos contiguos. Entramos a una tienda en la que le pedimos unas empanadas a una señora bajita en delantal.

 

– Salen en tres minutos.

 

– Tienen hasta Colombiana – dijo Beatriz sacando una botella del refrigerador. Yo pedí un kumis que empecé a sorber con un pitillo delgado, observando los baldosines blancos de la pared y la vitrina llena de lecheras, arequipe Alpina, chocolatinas Jet y otros artículos comestibles de marcas colombianas, que nos hacían sentir como si estuviéramos en nuestra tierra.

 

– Bueno, ya quedó hecha la protesta – dijo Camilo.

 

– Pero quien sabe qué se venga – respondió Carlos.

 

– Yo digo lo mismo. Con el loco de Chávez nada se sabe. ¿Qué tal eso de promover el estatus de beligerancia para las FARC? Cualquier cosa se puede esperar de él -, escuche a Beatriz, mordiendo la empanada de carne que nos acababan de traer.

 

– Por lo menos quedó claro que el pueblo de Colombia no acepta ningún calificativo diferente al de terroristas.

 

– Está deliciosa; hacía tiempos no probaba éste sabor… La verdad, yo no creo que Chávez se atreva a hacer algo.

 

– Yo no estaría tan segura. ¿Qué tal lo que dijo? Que gran parte de la frontera Venezolana no colinda con Colombia sino con territorio de las FARC.

 

Trague un bocado recordando al embajador de Venezuela en los Estados Unidos, al que vi en una conferencia en Temple, quien dijo moviendo el antebrazo hacia adelante y atrás, como si fuera un serrucho: “… a Colombia no la podemos cortar del mapa de Sur América, es físicamente imposible…”, pensando, como lo había hecho en los meses posteriores, en las diversas interpretaciones y los alcances temerarios que podía tener aquella frase.

 

Eso son cosas que Chávez dice porque está ardido con Uribe, desde que lo sacó de la negociación de secuestrados con las FARC –, insistió Camilo.

 

Claro, pero hay pruebas contundentes como las fotos satelitales que demuestran que las FARC tienen campamentos en selva venezolana.

 

– Eso sí es verdad – comentó Eduardo.

 

– No hay que llegar hasta allá; tenemos que pensar que se va a lograr una negociación con las FARC y que la tensión entre Uribe y Chávez se irá apaciguando.

 

– Ese es el mejor escenario.

 

– De todos modos a esto hay que aplicarle el principio de los amigos de mis amigos son mis amigos, y los amigos de mis enemigos son mis enemigos – dije.

 

Salimos de la tienda al frio aire de la calle. La temperatura empezaba a bajar de nuevo. A unos metros colgaba de un asta una bandera de Colombia, al lado de un cartel de lata con el nombre de “El Bochinche”, empotrado sobre la pared. Entramos un momento a conocerlo. Tenía unas mesas con sillas de madera y asientos de cuero de vaca, una barra que se extendía de un lado a otro. Sobre una joven señorita con los labios pintados de rojo, un gran televisor de pantalla plana mostraba una toma aérea de la plaza de Bolívar, que un helicóptero sobrevolaba haciendo un paneo circular que mostraba el enorme lugar abarrotado. La Catedral Primada parecía ahogarse entre la multitud.

 

– ¡Qué basto! – exclamó Eduardo.

 

– Éste es el escenario de la marcha a la una y veinte de la tarde en Bogotá… – dijo la voz de una periodista que emitió el parlante del T.V., mientras el helicóptero remontaba la séptima mostrando mares y mares de gente.

 

– Se habla de millones de personas, no sólo en Bogotá sino también en Cali, Medellín, Barranquilla, Cartagena… -, continuaba reportando el noticiero, cuando salimos del Bochinche y me puse los guantes y el gorro negro.

 

 – Qué impresionante – comentó Carlos.

 

– Realmente monumental.

 

Bajamos por la cuadra rumbo al carro. Iba pensando en aquella imagen maravillosa de las calles inundadas de gente protestando como nunca en la historia se había hecho, cuando un Wolkswagen Golf verde, con la bandera de Colombia mordida entre el vidrio y el borde de la ventana del copiloto, parqueó de forma abrupta a nuestro lado.

 

– ¡Ustedes! ¡Ustedes! ¿Son colombianos? – preguntó una mujer bajándose apurada.

 

– Sí – respondí. Podía tener unos treinta y cinco años. Vestía un pantalón de lino y un saco de lana que parecía insuficiente. Su cara era agradable; tenía unos ojos miel que pronunciaron un destello.

 

– ¿Dónde está la protesta?

 

– Ya se acabo.

 

– ¡Ay no! No me digas. ¿Qué tal estuvo?

 

– Muy buena; si quieres te muestro las fotos – dije sacando la cámara de mi bolsillo. Le mostré una imagen en la que salía la manifestación en pleno.

 

– ¡Ay no! ¿Cómo me la pude perder?

 

– Mira esta otra.

 

– ¡No! ¡No! No me las muestres, no quiero ver lo que me perdí. ¡Ahhh! Qué embarrada –, dijo pateando con su tacón el piso.

 

– Lo lamento, pero bueno, si quieres dame tu correo electrónico y te envió la crónica.

Vea más fotos en:

www.eduardobecharanavratilova.blogspot.com

escarabajomayor@gmail.com