El viento mecía los semáforos como péndulos, al punto en que temí que pudieran descolgarse sobre uno de los tantos vehículos que les pasaban por debajo. Las vallas publicitarias y avisos de tránsito parecían soportar la envestida con sus rígidos soportes, aunque se sacudían en sus puntos más flexibles.

 

Doblamos a la derecha por una calle y caminamos al lado de un enorme lote en el que algunos obreros trabajaban con palas en un sector del terreno, sobre una tierra de color café en la que yacían unas volquetas alineadas.

                

– Si no estoy mal, aquí implosionaron uno de estos grandes casinos hace poco. Yo lo vi en televisión – comentó Ivonne.

 

– Supongo que van a construirlo de nuevo.

 

– Seguro; tu sabes que aquí lo que no se renueva ya es viejo.

 

Bajamos por una calle hasta alcanzar el complejo hotelero Trump Plaza, cuyo edificio de líneas verticales blancas con vidrios negros se elevaba frente a nosotros. Los enormes avisos rojos del casino emitían una fuerte luz en la que brillaba su nombre ante la noche. Cruzamos ´Pacific Avenue´ y seguimos bordeando el complejo hasta llegar al paseo marítimo.

 

Hacia la derecha se veía el alto edificio amarillo del Tropicana, con una gran corona iluminada en el techo. Hacia la izquierda aparecía el Caesars elevado sobre un edificio de tonos pasteles y ventanas alineadas que llevaban hasta el último piso, en donde una estructura triangular emulaba la parte frontal de un templo romano. Un aviso de letras independientes encendía su nombre en la cornisa superior.

 

El fino entablado de madera, en el que las delgadas tablas se alineaban de forma perfecta en diagonal, se prolongaba hacia uno y otro lado en cuatro hileras diferentes, frente al los extravagantes hoteles que aparecían a todo lo largo, en un juego de colores limpios y arquitecturas diversas.

 

Viramos hacia el norte, siguiendo una línea de elevados faroles que alumbraba el paseo, caminando al frente de unos coloridos almacenes construidos sobre una escollera. Una heladería abría sus puertas aunque no se veía a nadie por ahí. Fachadas, rojas, verdes, moradas de toldos diversos aparecían sobre edificios de tres y cuatro pisos de arquitectura europea, que se conectaban entre si hasta llegar a uno azul en el que resaltaba una torre de reloj.

 

Una corriente de aire helado me obligó a ponerme el gorro y los guantes. Provenía del mar, que a esa hora ya era una mancha negra que se apoderaba del hemisferio. Finas estelas claras aparecían sobre la superficie, delatando el quiebre de las olas contra la playa.

 

Ivonne guardaba sus manos en los bolsillos y contraía sus brazos contra el tronco de su cuerpo. A pesar de llevar puesta una chaqueta cortaviento, encima de otra gruesa chaqueta de invierno, escondía su cara entre una capucha que cubría su cabeza. Formaba un ovalo que bajaba frente al borde de sus cejas, por sus pómulos agudos y cachetes delgados, hasta el borde de su mentón.

 

– Aquí en Atlantic City siempre hace un viento terrible – comentó.

 

– Ya te estás poniendo blanca del frío – le respondí.

 

Pasamos al lado de una construcción larga de dos pisos con vidrios continuos, otra en la que aparecían grandes murales con caras infantiles, barcos, atardeceres, elefantes pintados en amarillo, rosado, verde y azul, una de toldo naranja ubicada frente a un arco griego, y muchas otras, cuyos avisos lumínicos intentaban alegrar el solitario lugar. Detrás de ellos se veía el ancho edificio del Ballys con su frente rodeada de ventanas como un gran espejo ante la luna.

 

Una pareja nos cruzó a la altura en que un amplio local de juegos de video abría sus grandes puertas sobre un mapamundi de plástico amarillo y azul, del tamaño de un pequeño globo aerostático, cuyos trazos de América y África no concordaban de forma alguna con la realidad del mundo. Un par de jóvenes solitarios echaban una carrera frente a una pantalla gigante, montados en unas motos mecánicas de color blanco, empotradas en un soporte de hierro. Inclinados sobre el manubrio, se movían con agilidad de un lado a otro a medida en que las curvas aparecían en la pista.

 

– Este ´board walk´ es agradable en el verano, pero siempre he pensado que aquí hace falta algo. El mar no es bonito y es helado – dijo Ivonne.

 

– Esta ciudad es bien al norte; no es el Caribe en donde el agua es azul y caliente. Para que veas lo que tenemos. A veces creo que no lo apreciamos lo suficiente.

 

Un leve olor a algas y salmuera nos alcanzó por un momento. Ivonne sacó las manos de los bolsillos y estiró los cordones de la capucha para cerrar los bordes de nuevo. – Guarda tu las boletas que yo las voy a botar – dijo devolviendo las manos a sus bolsillos sin perder tiempo. – ¡Estoy emocionada! A mi me encanta Juanes por su lado humano – dijo. – Eso fue lo que quisimos resaltar en la entrevista. La nuestra fue la única con carácter social de todos los periódicos de aquí. Se la hicimos el lunes, cuando el conflicto por la muerte de ´Raúl Reyes´ y la violación de la soberanía ecuatoriana ya estaba muy caliente.

 

Bajé la mirada y vi las boletas de cortesía entre mi guante. Anunciaban su gira mundial llamada: La vida. ´La vida´, que bonito nombre en medio de la guerra y la muerte, pensé, al recordar la terrible sensación de amenaza que había sentido durante toda la semana, cuando Hugo Chávez dio la orden de movilizar 10 batallones a la frontera con Colombia, y Rafael Correa pidió condenar a Colombia ante la OEA. Recordé las noches largas de insomnio en medio de un sentimiento de impotencia y desolación, mientras el chaparrón de noticias y rumores se repetía de forma desquiciada en mi cabeza: Las groserías de Chávez hacia Colombia, las acusaciones de Correa, la ruptura de relaciones, las verdades o mentiras del computador de ´Raúl Reyes´, uranio en poder de las FARC para fabricar la bomba atómica, misiles Venezolanos provenientes de Irán, ¿apuntados adónde?, me pregunté. Aviones que están en 28 minutos en Bogotá desde Maracaibo, un ataque en tres direcciones desde el este, el sur y el norte con la ayuda de Ecuador y Nicaragua, el sonido de fusiles, gritos de hombres muriendo, llanto y sangre, sangre, sangre, soledad, una locura generalizada en medio de la euforia de sentimientos nacionalistas que inflan el pecho. ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mil veces mierda! ¡De cuando acá uno se mata con los hermanos!, grité una madrugada pero nadie me escuchó.

 

– Me gusta el nombre de la gira – le dije a Ivonne.

 

– ¿Supiste que Juanes va a hacer un concierto por la paz en la frontera con Venezuela para apaciguar los ánimos? – me preguntó.

 

– Sí, yo leí que está buscando la forma de contribuir a la construcción de país desde el arte. Dijo que un concierto en la frontera sería un símbolo que extendería un mensaje de unión entre países hermanos.

 

– Él es así; le importa mucho lo que ocurre en Colombia; le duele.

 

– También dijo que se alegraba mucho por los secuestrados liberados, pero que le causaba mucha confusión y frustración la falta de claridad en el proceso de liberación. Manifestó que los colombianos hemos soportado demasiados años el conflicto interno como para que ahora nos tengamos que ver involucrados en uno que pase las fronteras.

 

– Si no se hubiera dado el acuerdo en la cumbre del grupo de Río ayer en la noche, la situación seguiría muy caliente.

 

– Sí, aunque no deja de causar indignación todo esto. Habrá que ver si en la realidad se va a cumplir el acuerdo que se firmó en Santo Domingo, en el que Uribe se comprometió a respetar la soberanía de sus países vecinos, y Chávez y Correa se comprometieron a no apoyar ni resguardar en sus territorios a grupos insurgentes vinculados al narcotráfico, considerados como terroristas por el mundo entero. Detestaría pensar que se dio una paz temporal pero que primó la mentira, como ha ocurrido tantas veces en la historia del mundo. Quiero ver a Venezuela y Ecuador expulsando a las FARC de sus santuarios guerrilleros.

 

– Eso no va a pasar; aunque por lo menos ahora estamos más tranquilos. No como el jueves que te llamé y te asustaste porque pensaste que llamaba a contarte que ya había comenzado la invasión.

 

– No me culpes, la paranoia fue generalizada. El mismo Juanes dijo que todo esto ha sido como una montaña rusa de sentimientos -, comenté.

 

– Yo sé.

 

Varios minaretes con las puntas en forma de cebolla aparecieron frente a nosotros a medida en que nos acercamos al Trump Taj Mahal. La construcción blanca con bordes dorados y grandes materas labradas puestas en orden, se extendía a lo largo de una edificación blanca que intentaba emular el mausoleo hindú ubicado en Agra, que combina elementos de la arquitectura persa, turca, hindú e islámica, y es considerado una joya del arte musulmán. Una cúpula blanca con forma de cebolla y líneas de loto forradas por metal dorado, conectaban con una gran punta de oro que sobresalía al lado de dos minaretes menores, con cúpulas rodeadas por púas doradas. Detrás de ellos, otros dos minaretes más altos aparecían. Un gran edificio de hotel con una parte central y dos alas con grandes avisos verticales de Taj Mahal, conectaba con el mausoleo en el que un gran aviso luminoso verde y dorado, con las letras en rojo, nos indicó el camino.

 

Iba pensando en los contrates que despierta la vida, en la terrible semana que acababa de pasar, de cara a la alegría que nos despertaba ver un concierto en el que se apoyaba la paz. Una paz sin velos, una paz blanca y pura como un cristal translucido por el que pudiéramos ver. Juanes lo había dicho: Hay una necesidad de poder vivir en paz y tranquilos. ¡Queremos que nos escuchen! Las marchas han sido clarísimas; muestran que la gente está buscando esa unidad de voz.

 

 

Espere dentro de poco la parte II de la crónica: Concierto de paz: Juanes Campeón.

 

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