Las tribunas del autódromo se levantaban sobre el horizonte con su enorme estructura de aluminio, formando un semicírculo que se prolongaba en línea recta hacia el norte. Una larga edificación de fachada crema y ventanas oscuras se erigía frente a ellas. Algunas nubes flotaban sobre el horizonte aunque el sol brillaba a medio cielo, por donde seis o siete avionetas daban vueltas halando largos pendones en los que se anunciaban diversas compañías aseguradoras de vehículos.
Era un domingo de carreras. Eduardo y yo caminamos en medio del enorme parqueadero de pasto, en el que empleados con chalecos fluorescentes indicaban dónde estacionar. Un grupo de camionetas con remolques y carro-casas yacían en un lote contiguo. Algunas personas cocinaban bebiendo cerveza y hablando de forma relajada. Una familia entera almorzaba bajo una carpa anaranjada, al ritmo de la música country. Un par de niños correteaban a un cachorro que daba saltos hundiendo sus garras en la grama, la abuela tomaba un pan de una canasta inclinándose hacia delante sobre un asiento de tela con estructura de aluminio, una mujer rebanaba un cebolla en una tabla de madera en la que había unos tomates, una joven de pelo rubio mordía el centro de una mazorca dorada que aún humeaba, otra abría una nevera portátil sacando una gaseosa, un hombre con candado bien afeitado, vistiendo ‘bluejeans’, camisa de manga corta y sombrero, le daba la vuelta a unas hamburguesas sobre una parrilla portátil, y otro empinaba su lata de cerveza tomando un trago largo. Una oleada a carne asada me llegó, pero luego se perdió ante el aroma de la vegetación fresca.
Salimos bordeando una calle en la que diversas personas caminaban. Llegamos al andén principal y nos dirigimos hacia el monumento del ‘Monster Mile’, en medio de hombres y mujeres luciendo tenis, ‘jeans’, pantalones cortos, camisetas, gorros, viseras y gafas de sol. Cientos de asistentes visitaban los estantes de las marcas Ford, Chevrolet, Dodge y Toyota, en los que era posible adquirir carros a escala, camisetas y otros artículos de cada uno de los equipos y corredores de la Nascar. Pistas de pruebas y acrobacias, en donde carros y camionetas mostraban sus habilidades, se prolongaban de cara al palco principal, levantado con muros de concreto y gruesas vigas verticales pintadas de blanco.
Llegamos hasta la estructura del ‘monstruo’ gris, que parecía salido de uno de los capítulos de Mazinger Z. Su tórax y brazos estaban compuestos de partes redondeadas que asemejaban músculos, aunque sus manos eran de bordes rectos como las de un robot cualquiera. Su mentón cuadrado subía hasta su cuello anchándose en los extremos. Su cabeza era pequeña en relación a su cara. Tenía las cejas gruesas, los ojos rojos y rasgados, la boca abierta con dientes disímiles y una nariz triangular que llegaba hasta el inicio de su frente redonda. Se erigía a medio cuerpo, levantando un carro blanco de la Nascar sobre su cabeza, en actitud de lanzarlo desde unos ocho metros de altura, hacia el suelo en el que cientos de personas lo apreciaban.
– Quién sabe cuánto paga Dodge para que ese carro esté ahí -, le dije a Eduardo.
– Una millonada -, respondió él.
Nos tomamos una foto y nos dirigimos hacia la tribuna sur, en donde entramos haciendo una larga fila. Cientos de personas caminaban buscando su sección. Subimos por unas escaleras de aluminio, saliendo por la boca inferior, en donde una pareja con chaleco amarillo y tapa oídos nos indicó nuestros puestos.
Nos sentamos en las sillas 7 y 8 de la segunda fila, en donde la recta oeste de la pista, media curva sur y tres cuartos de recta este, se veían de forma perfecta. Una ancha barda de protección que se extendía hasta un enrejado frente a nosotros, obstaculizaba parte de la vista.
– Aquí estamos pegados a la pista – dijo Eduardo.
Las tribunas estaban abarrotadas de hombres tomando cerveza a la espera del inicio de la carrera. Varios yacían sin camisa ardiendo su piel con el sol. Uno de ellos tenía un tatuaje descolorido de un viejo juego de video llamado ‘Space Invaders’, con los marcianitos en orden disparándole a un cañón. Eché un vistazo a mi alrededor, dándome cuenta de que no había una sola persona afro-americana.
– Estos sí son los típicos ‘Rednecks’ -, dijo Eduardo.
– Sí, esta es la entraña de los Estados Unidos. Aquí están todos los que votan por McCain.
Una fila de veinte tractomulas con sus traileres se alineaban en el centro del autódromo. Un helicóptero de color negro con las aspas blancas y rojas, yacía al lado de una ambulancia cerca a los ‘pits’.
De todas las carreras de Juan Pablo Montoya que uno podría ver en vivo, una en la que larga en el puesto 35 no es particularmente interesante, pensé al sacar la cámara y tomar fotos de la pista, escuchando la voz del comentarista que salía de unos parlantes dispuestos sobre la barda.
Un avión Hércules del ejército sobrevoló el autódromo y seis paracaídas saltaron de él. Uno bajaba de forma apresurada, tiñendo al cielo con una estela morada a su paso. Aterrizó frente a nosotros en un extremo de la curva. Los otros lo hicieron en diferentes partes del circuito.
Una mujer de unos cincuenta años, vistiendo pantaloneta y camiseta azul, se sentó al lado mío con un sofisticado radio electrónico y unos audífonos anchos que sujetaba en la mano. Se puso unas gafas de sol sobre su ancha nariz roja, bebió un trago de cerveza y sonrió mostrando sus grandes dientes disparejos.
– Hace calor -, dijo al tiempo en que empezaron a introducir a los corredores en una pantalla ubicada en el centro del autódromo.
– ¿Por quién van ustedes? -, preguntó.
– Por Montoya. Somos de Colombia -, respondí.
– Juan me gusta.
– Sí, pero no le ha ido bien.
– Sí le ha ido bien, ha ganado en los circuitos. Aún se está adaptando.
– Ya lleva un año y medio; en una época nos tenía acostumbrados a verlo ganar siempre.
– ¿Cuanto tiempo llevas viniendo carreras de la Nascar? –, le preguntó Eduardo inclinando su cabeza hacia delante.
– Dieciséis años. He ido a más de 120 carreras –, dijo sonriendo orgullosa.
El presentador anuncio a Montoya y escuchamos un abucheo general. – Buuuuu, Juan ‘you suck’ –, gritaron unos hombres atrás de nosotros.
– No lo quieren desde que peleó en una carrera con Kevin Harvick. Bueno, también es porque que no tiene ninguna razón para estar corriendo en éste deporte. Él fue la primera persona que vino de otra categoría. Es como Toyota. No tiene nada que ver con la Nascar clásica. Hoy en día todo es por negocio, tu sabes -, dijo levantando los hombros.
Los parlantes anunciaron a Dale Erhard Junior y vimos su figura en la pantalla. – ¡Uuuuuhhhhuuuu! ¡Yeaaahhh! -, se escuchó.
– Es el hijo de Dale Erhard, quien murió en un accidente en las 500 millas de Daytona en el 2001. Todo el mundo lo ama a él ahora.
Montoya pasó por la pista sentado en el platón de una camioneta Dodge, embutido en su overol negro de automovilista. Hablaba con Kevin Harvick. Dio la cara por un segundo en el que pude ver su gesto inexpresivo en el que lucía unas gafas negras. Levantó su mano un instante y volvió a su conversación con Harvick.
– ¿Viste eso Eduar?
– Que petardo. Con razón lo detestan en Colombia – dijo él.
– ¿No qué se odiaba con Harvick? -, le pregunté a la señora.
– Sí, pero son todos amigos, tú sabes cómo es eso.
Algunos otros pilotos miraban y agitaban la mano al pasar, aunque ninguno lo hacia de manera entusiasta.
Jeff Gordon fue anunciado y un abucheo general se escuchó. Jimmy Johnson pasó y un hombre sin camiseta gritó – Jimmy, ‘you suck dude’.
– Cuantas personas crees que hayan -, le pregunté a la señora.
– Unas cien mil aunque no están vendidos todos los puestos.
Kyle Bush pasó con su palma levantada a la altura de su pecho mostrando un rictus de piedra.
– Parece una estatua –, dijo Eduardo.
– Chocó a Erhard en Richmond cuando iba a ganar y ahora todo el mundo lo odia. Pero a él no le importa -, dijo la mujer bebiendo un sorbo de cerveza.
Los últimos pilotos terminaron de pasar y luego hubo una oración en la que todos nos pusimos de pie. Un hombre en el micrófono le agradecía a Dios por proteger a los Estados Unidos. El himno fue interpretado por un par de cantantes y unos casas de guerra pasaron sobrevolando el autódromo a toda velocidad, al tiempo en que fuegos pirotécnicos de color rojo reventaban en la parte este de la pista. El crujir de los motores se escucho, entremezclándose con la voz del narrador.
Vimos a la fila de carros aproximarse detrás del ‘pace car’ y pasar ronroneando frente a nosotros. Montoya lo hizo entre los últimos, con su Dodge negro en el que se resaltaba la estrella de Texaco en el capó y el número 42 en el techo y puerta, pintado con un rojo luminoso que lo hacía fácil de distinguir. Zigzagueaba de un lado a otro calentando las llantas. Dieron un par de vueltas más en esa cadencia, hasta que el ‘pace car’ entro a ‘pits’. Escuchamos el rugir de los motores y los vimos acelerar por la recta este, en donde se dio inicio a la carrera pactada a 400 vueltas. Un carro blanco con el logo de 3M pasó soplado frente a nosotros, seguido de uno azul y uno anaranjado que también se desprendían del grupo en el que apareció Montoya rebasando a un adversario. Un olor a combustible invadió el ambiente, al tiempo en que la voz del comentarista se volvió ininteligible al entremezclarse con el rugido de los motores, generando un ruido constante que producía un timbre agudo en el tímpano. El resonar se extendía por las gradas en una vibración que intensificaba una emoción que afloraba en el vientre.
– Guevón, ese carro blanco va volado -, dijo Eduardo cuando volvió a pasar el puntero, alejado aún más de sus perseguidores. Giraron algunas vueltas más, en las que Montoya seguía sobrepasando otros carros, hasta que saliendo de la curva norte uno de ellos se estrelló contra el muro y luego vimos a otro embestirlo de lado.
– Eduar, mira -, le dije señalando con el índice, antes de que un nuevo carro, y otro y otro más, se estrellaran formando un gran nudo al que Montoya le frenó encima. Lo vimos pasar por al lado del accidente, por donde unos comisarios de carrera ondeaban las banderas amarillas.
– ¡Marica! De la que se salvó -, comentó Eduardo.
Dieron una vuelta detrás del ‘pace car’ y luego se detuvieron en la recta este. Los grupos de limpieza se apresuraron a levantar con grúas los carros destrozados, fregaron algunos residuos esparcidos en el asfalto y lo secaron con unas turbinas poderosísimas que alcanzábamos a escuchar desde nuestros sitios. Los carros se pusieron en marcha y una vez que la carera se largó, vimos pasar a los punteros seguidos por el resto de carros entreverados y un rezagado al que le faltaba la carcasa delantera. Montoya pasó un par de carros más, pero luego uno se le acercó por detrás y le metió la punta entrando a la curva.
– Lo pasaron – dijo Eduardo tocando su yugular con los dedos estirados. – Lo volvieron a pasar -, volvió a decir cuando otro carro hizo lo mismo.
– Yo me acuerdo cuando Montoya peleaba las carreras. A mi papá le da rabia. Dice que estas competencias de la Nascar son carreras de hipopótamos corriendo en una corraleja. El primero ya le va a coger vuelta -, le dije a Eduardo, pero un minuto después sacaron la segunda amarilla de la carrera.
– Se salvó – comentó él.
– Sí pero ese carro no anda nada. Creo que el hipopótamo en una corraleja es Montoya, los de la punta van volando.
Sacaron la bandera verde de nuevo y la carrera se reanudo. Montoya aceleró y se puso lado a lado con otro carro a escasos centímetros de distancia.
– Marica, está que se choca -, dijo Eduardo abriendo los ojos.
– Ese es el Montoya peleador -, le respondí viendo con emoción la pasada.
– ¡Lo pasó! ¡Lo pasó! – exclamó él.
Estaba alcanzando a otro pero un carro se quedó al borde de la pista y sacaron una nueva bandera amarilla. La carrera se reanudó al poco tiempo, Montoya reinició bien y cortó distancia sobre el carro de adelante, le metió la punta por adentro en la curva del fondo y cuando lo vimos salir a la recta, iba enfrente.
– ¡Lo pasó! ¡Lo pasó! Va de diecisiete –, dijo Eduardo mirando un tablero vertical que anunciaba las posiciones.
– Ahí va, pero tiene que seguir pasando – respondí. Se fue acercando detrás de un carro negro identificado con el número 1 y lo pasó por adentro de la curva frente a nosotros.
– Bueno, ya va de 16. Qué suba al tablero de los 15 –, dijo Eduardo al tiempo en que un señor de barba pasó apurado frente a nosotros. Se puso la mano en la boca, dio una arcada y un vómito amarillento se coló por entre sus dedos y los bordes de su mano.
Al poco tiempo Eduardo levantó su pulgar señalando que Montoya se estaba acercando al carro que iba en la posición número 15. – El man que está delante de Montoya se va a topar con tráfico, ahí va Montoya -, dijo de forma entusiasta.
Montoya metió la punta de su carro sobre el de adelante y cuando salió a la recta estaban a lado y lado. Lo pasó en la siguiente curva, aunque Greg Biffle, quien continuaba de puntero, estaba a punto de cogerle vuelta.
– Necesitamos una amarilla otra vez.
Montoya se fue acercando a otros dos carros que tenía en frente, aproximó la punta al interior del que estaba en la parte de adentro y se lanzó entrando a la curva. Cuando salió estaba delante de ambos. Eduardo me miró abriendo los ojos y dijo: – ¿Vos viste eso? -. Me acordé de la vez en que pasó a Ralf Schumacher y a Kimi Raikkonen en una maniobra cuando aún corría para la escudería Williams en la Formula 1, pensando en que Montoya era una figura mundial y en Colombia era visto como un ganador con sed de triunfo y gloria. Recordé a un viejo amigo que decía que uno jamás debía perder el ojo del tigre, preguntándome qué pasaba con Montoya. Vi su carro negro tomar la curva, recordando el día en que Chip Ganassi firmó un contrato por 38 millones de Dólares con Toyota para que Montoya corriera un bólido de esa marca en la Cart, a pesar de que el Honda era el carro ganador. Volví a verlo pasar, preguntándome si ahora estábamos ante una situación similar, en la que intereses económicos primaban sobre los deportivos, lamentando, de ser así, que el dinero fuera puesto antes que la gloria.
– Papá, Montoya de 14 –, dijo Eduardo sacándome de mi trance. Miré el tablero y vi el número 42 en la pantalla.
Biffle entró a ‘pits’ y luego empezaron a entrar otros carros incluido Montoya. Justo después de que salió hubo una bandera amarilla y el ‘pace car’ entró a la pista, ubicándose adelante de Biffle. Vimos a Montoya aparecer detrás de él con una vuelta perdida.
– Típico. A éste man siempre le pasan estas cosas -, dije pero un instante después lo dejaron pasar, y lo vimos adelantar al puntero recuperando la vuelta, acelerar por la recta principal, pasar corriendo frente a nosotros, entrar a ‘pits’ y salir antes de que la fila de carros lo sobrepasara.
– Mucho de buenas. Aunque quedó al final de la fila; en la mierda –, comentó Eduardo.
– Sí, ahora le toca ir remontando desde atrás. Es más difícil porque tiene a todos los coleros por delante, pero va en la vuelta del líder, eso es lo importante.
– Va de 15, guevón – dijo Eduardo señalando el tablero.
Vi una bandera Colombiana ondear en la tribuna y un sentimiento de patria me alcanzó.
– Mira Eduar, un compa nuestro -, le dije.
– Qué verga.
La carrera se reinició de nuevo y Montoya empezó a pasar coleros como un endemoniado.
– El que va adelante de él está en el puesto catorce -, me dijo Eduardo mirando el tablero. Montoya le fue recortando distancia hasta que le puso el bomper por detrás. – ¡Lo pasó! – exclamó. Le di la mano en señal de victoria viendo a Montoya entreverado entre tres carros.
– ¡Eso es correr! ¡Eso es correr! -, dije una vez los pasó. – El man va haciendo su carrera, Eduar.
La bandera colombiana ondeaba en la tribuna. Montoya pasó a un nuevo colero y se fue acercando sobre otros carros.
– Ahora sí se pone bueno, son el 13 y el 12 -, dijo Eduardo concentrado en la pista.
Biffle perdió la punta con el carro naranja de Carl Edwards que se fue acercando por detrás de Montoya. Estuvimos callados viéndolo recortar distancia vuelta a vuelta, hasta que se puso a la cola de Montoya quien lo aguantó por vuelta y media hasta que fue superado.
– Qué cagada, ya tiene vuelta perdida.
– Sí, el man no tiene carro – dije.
El cielo se nubló un poco hacia las 4:30 p.m. cuando iban 223 vueltas.
Tuvo al 15 muy cerca durante tres vueltas pero el carro verde de Paul Menard no le abrió espacio.
– Está buena esa pelea – dije, pero una vuelta después Menard entro a ‘pits’ y Montoya ascendió al lugar 13. Otros carros entraron a ‘pits’ y vimos a Montoya subir en el marcador al noveno puesto.
– Aquí es donde necesitamos que no haya bandera amarilla –, le dije a Eduardo.
El colombiano dio un par de giros más hasta que Eduardo exclamó: – Qué pasó con Montoya, guevón -. Vi el carro desacelerar. Me tomé la cabeza con las manos pensando en que debía haberle pasado algo, pero estaba entrando a ‘pits’. Salió en el puesto 13.
Eduardo me golpeteó el brazo, señalándome el tricolor nacional que ondeaba una vez más en la tribuna.
Sacaron una bandera amarilla por suciedad en la pista y los carros desaceleraron. Largaron la carrera al poco tiempo y Kyle Bush, Carl Edwards y Greg Biffle pasaron soplados apartándose del lote.
– Tenemos que pasar al número 1 –, dijo Eduardo señalando el carro de Martin Truex Jr. que avanzaba al frente de Montoya. Los tres punteros pasaron rugiendo frente a nosotros de nuevo, alejados aún más del lote. – A estos si no los coge nunca, pero tiene al 28 y al 12 pegaditos.
Montoya puso el carro al lado del 28 de Travis Kvapil y salió primero en la curva del fondo.
– Eduar, ahí vamos -, le dije estrechándole la mano.
– Va de 11. Ahora necesitamos que pase al 22 que va de 10.
El carro de Montoya se veía más consistente en la pista, menos parecido a un hipopótamo. Ojala fuera una gacela como los tres punteros, así como él mismo solía serlo en los viejos tiempo, me dije al verlo intentar recortar distancia frente al carro de David Blaney. Giró unas cuantas vueltas pero la distancia no disminuía. En cambio Kvapil se acercó por detrás y lo sobrepasó frente a nosotros. Montoya se sostuvo en el puesto 12 por unas buenas vueltas, aunque Kyle Bush se acercaba desde atrás para sacarle vuelta.
– Ya le van a sacar vuelta otra vez -, dijo Eduardo.
– Sí, que mamera -, dije pero antes de que se la cogieran Bush entró a ‘pits’ y una vez más vimos a todos los carros frenando al final de la curva para entrar a ‘pits’, incluido Montoya, quien salió en el puesto 13 perdiendo un puesto que luego volvió a ganar en la pista, en donde los tres primeros carros ya lo habían rebasado sacándole vuelta.
– Los dos que tiene adelante, el 28 y 31 van de 11 y 10 –, dijo Eduardo mirando al tablero.
– Sería bonito verlo entre los diez primeros – le respondí.
Al cabo de unas vueltas lo pasaron de nuevo y giró en el puesto 13. Las personas seguían tomando cerveza en lata quemando sus cuerpos con los rayos del sol que aún llegaban con fuerza. Un hombre lucía una enorme barriga colorada, que se escurría formando pliegues por debajo de su cintura.
Montoya intentó seguir el ritmo del Kvapil pero el carro no le dio para recortar la distancia.
– El que le sigue a Montoya va una vuelta por detrás. La cosa está relajada – dijo Eduardo.
– Sí, pero que se meta entre los diez primeros.
– Está difícil; no lo creo.
Kvapil se alejó de Montoya y algunos coleros empezaron a pasarlo a la altura de la vuelta 359, incluido Ryan Newman que iba en el puesto 14 a una vuelta perdida del propio Montoya.
– Yo creo que el man dijo: Bueno, aquí me quedo –, comentó Eduardo.
– Sí, ya levanto. Prefiere asegurar la posición.
Algunas personas se empezaron a ir del autódromo, cargando consigo sus neveras portátiles.
– ¿La gente ya se va? – preguntó Eduardo. Lo miré levantando los hombros.
– El tráfico. Aunque que guevonada venir a esto y no ver el final.
Nos levantamos del asiento y caminamos hacia una parte de la tribuna en la que se veía la recta de cerca y la curva completa. Montoya pasó al puesto 12 y lo vimos girar las últimas vueltas. La bandera a cuadros ondeó en la recta del otro lado del autódromo y el carro 18 de Kyle Bush cruzo la meta en primer lugar. Una humareda se levantó en el punto en el que daba trompos celebrando su victoria. Lo vimos en la pantalla saliendo del carro, subiendo los brazos al cielo y tomando la bandera a cuadros. Los comentaristas entrevistaban a Carl Edwards.
Kyle entró a ‘pits’ se bajó del carro y lo bañaron en confeti. El helicóptero despegó elevándose frente a las nubes que aún flotaban en el cielo.
– ¿Qué tal la experiencia de la Nascar? -, le pregunté a Eduardo.
– Estuvo interesante hasta un punto; hasta que Juan Pablo dijo que no más.
Vea más fotos en www.eduardobecharanavratilova.blogspot.com
Ya casi estamos en el chase….la próxima semana en Sonoma va a estar como para alquilar balcón.
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Muchas gracias por los comentarios positivos. Mucho de lo que he querido hacer con estas crónicas es mostrar el otro lado del espectáculo, el lado del observador, el lado del hincha y el público que finalmente le da sentido al espectáculo. Presento detalles que son imperceptibles a la cámara de una transmisión de televisión. El énfasis está puesto sobre el escenario y el lado humano de la gente.
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que chimba este articulo… para los amantes del automovilismo y especialmente seguidores de montoya como yo, nos interesa saber este tipo de informacion. desde aqui desde bogota, es muy dificil imaginarse lo q acontece en las tribunas… escasamente he ido a partidos de la seleccion colombia y a tocancipa. de ahi no he pasado. chevere y muchas gracias por contar sus experiencias. algun dia ire a una carrera de automovilismo internacional. yo fuera de los que esta en la tribuna de nascar, me voy hasta con la cara pintada de colombiano diganme lo que me digan jajaja.
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Se ve que sefan65 no entiende que esto es una crónica y no un artículo periodístico. Gracias Bechara por hacernos vivir más de cerca el ambiente que se vive en una carrera de la Nascar.
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Qué artículo tan largo y cansón,..que mamera.
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tengo solo dos palabras «que berraquera». ojala entiendan que la nascar es un deporte como cualquier oro y no se debe pordebajear.
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