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La carretera estatal 115 de Pensilvania se extendía de forma sinuosa entre un tupido bosque de pinos que soltaban un olor a corteza fresca. Los rayos del sol caían sobre el asfalto calentándolo como una plancha encendida de la que emanaban oleadas de calor. Una hilera interminable de carros rodaba a dos por hora, avanzando por los desniveles montañosos. El reloj marcaba la 1:35 p.m. Pasé el anverso de la mano por mi frente y apuré el paso sintiendo el pliegue de los ‘jeans’ raspando el interior de mis muslos. Un carro se orillo ante mí y un hombre de mediana edad se bajó caminando entre las espigas largas de pasto. Tomó el borde de sus pantalones escurridos subiéndolos hasta su ancha cintura. Pensé que iba a orinar, pero se inclinó hacia delante y regurgitó entre los matorrales.

 

Terminé de ascender una pendiente y el horizonte se abrió invadido por nubes grises. Algunas avionetas se alejaban halando los pendones de las grandes aseguradoras de vehículos. La tribuna del autódromo aparecía en el valle con su forma lineal, frente a una enorme bandera de los Estados Unidos. Miles de carros parqueados en las zonas verdes, producían una gran mancha de colores.

 

Baje por una carretera contigua, detrás de dos hombres y una joven en chanclas. Sus piernas torneadas subían hasta unos glúteos apretados en una pantaloneta blanca. Una mochila de lino rosado colgaba a su espalda al contraste de un esqueleto negro que ceñía la curva de su cintura. Llevaba una gorra blanca con la visera hacia atrás, sobre un pelo castaño que cubría parte de sus hombros desnudos. Sus brazos tonificados se balanceaban hacia delante y atrás a medida en que daba un paso tras otro. En una mano cargaba un cojín de plástico y en la otra una cerveza Miller Light, a la que le daba pequeños sorbos de vez en cuando.

 

Seguí la ruta que me llevó hasta el parqueadero, donde algunas personas desarmaban un asador y una mesa de aluminio, metiendo sus piezas en las bodegas laterales de un carro casa.

 

Una familia descendió de una camioneta luciendo la camiseta amarilla de la selección Colombia. Un niño portaba la de Rentería y otro la de Rodallega. Los vi caminar hacia una carretera bordeada por filas de pinos recortados, en la que un par de filas de conos anaranjados se prolongaban hasta la enorme bandera. Miles de hombres y mujeres en pantalones cortos, jeans, camisetas y esqueletos, apresuraban el paso cargando neveras portátiles y botellas de agua.

 

La gente pasaba bajo un arco de madera de tres puertas con techo triangular, sobre el que aparecía una veleta en lo alto. Un letrero en blanco y negro decía: “Welcome to Pocono”. Lo atravesé viendo la  tribuna elevada entre muros blancos y vigas metálicas pintadas de negro. Los palcos de honor aparecían entre dos torres centrales que terminaban en punta, dándole apariencia de hipódromo.

 

Entré por un sector en el que había varios puestos de alimentos y paré a comprar un agua que le pagué a una joven uniformada con pantalón de lino, camiseta y delantal. Tomé un sorbo viendo a otras personas comiendo hamburguesa en mesas blancas de picnic. Me quité la gorra amarilla, en cuya frente aparecía bordada la bandera de Colombia, recogí mi pelo y la ajusté sobre mi cabeza, con la visera hacia atrás. Le pregunté a un señor de chaleco amarillo fosforescente, dónde quedaba mi puesto y caminé unos cuatrocientos metros por debajo de las tribunas, escuchando el sonido de los parlantes que provenía de la pista. El narrador de la carrera hacía la presentación de los últimos pilotos.

 

Llegué al sector que me correspondía y subí por las escaleras cortas de la tribuna inferior F6. A mi izquierda apareció la línea de meta, frente a un palco interior de tres pisos, en el que ondeaba otra bandera de los Estados Unidos. Los carros de la Nascar estaban en la calle de ‘pits’, alineados en orden de salida. El tanque con la estrella de Texaco que distinguía al equipo de Montoya, aparecía hacia mi derecha, a poca distancia de la tribuna. Su carro negro con el aviso amarillo de Havoline y el número 42 en rojo fosforescente, estaba un poco más adelante. Busqué mi puesto ubicado en la entrada del corredor, me senté en una banca de aluminio y me limpié el sudor de la cara. Mucho de buenas quedar entre la línea de meta y los ‘pits’ de Montoya, me dije, bebiendo un largo sorbo de agua.

 

Unas camionetas del ejercito aparecían alineadas en los ‘pits’, junto a un par de filas de soldados en camuflado que formaban a uno y otro lado de la línea a cuadros. La tribuna atestada por espectadores con gafas de sol y gorras de diversos colores, se prolongaba frente a la gran recta que llevaba a una curva extendida en ángulo de 40 º. La pista continuaba con otra recta que conectaba con una gran curva de 95º, y una nueva recta que volvía al extremo contrario entrando a la recta principal en ángulo de 45 º, formando un enorme triangulo escaleno de dos millas y media.

 

Salir de veintiuno es mejor que de treinta y cinco, pensé al comparar el puesto en el que largaba Montoya, en relación a la carrera pasada en Dover. Saqué el cuaderno de mi morral e hice un par de anotaciones. Tomé el celular y llamé a mi papá en Bogotá, pero las líneas internacionales sonaban ocupadas. Llamé a Eduardo Saavedra, pero no me contestó. El reloj del tablero horizontal marcó las 2:00 p.m. y por el altavoz un hombre le pidió a Dios que protegiera a los soldados en Irak.

 

– Por favor levántense y quítense sus gorros para cantar el himno nacional –, dijo luego el locutor. Me levanté de la banca sintiendo la vibración del celular en el bolsillo, introduje mi mano y lo busqué. Era Eduardo. Puse el cuaderno en el asiento y contesté.

 

– ¿Me llamaste? – preguntó.

 

– Sí, ya te llamo otra vez, ya te llamo -, le dije cerrando el celular para quitarme la gorra.

 

– A éste no le provoca quitarse la gorra. Claro, como no es de aquí -, dijo un tipo desde atrás un instante antes de que lo hiciera.

 

Me volteé y lo miré a lo ojos. Era de cara redonda y pelo claro. Lucía gafas oscuras y una camiseta gris de Kevin Harvick que hacía juego con la de una joven mujer rubia que lo acompañaba. Quise decirle que dejara ese nacionalismo tan chimbo, pero supuse que eso no era buena idea. ¿Por qué tienen que ser tan intolerantes unos pueblos con otros? Por eso es que el mundo está al borde de aniquilarse, me dije escuchando las estrofas iniciales que un hombre y una mujer cantaban subiendo a notas muy altas. Los pilotos y mecánicos de cada equipo se alineaban por la puerta derecha de sus vehículos, hacia el centro de los ‘pits’, extendiendo la formación militar, cuyo centro era una inmensa bandera estadounidense que más de 25 soldados extendían sobre la pista en la línea de meta. El himno se acabó y de inmediato vimos aparecer a un bombardero que se acercó de forma rápida por el horizonte y pasó sobre la tribuna del autódromo con su enorme fuselaje de ala en V con ocho turbinas que produjeron un ruido estruendoso.

 

– Es un B-52 –, dijo otro hombre a mi espalda al verlo alejarse.

 

Las camionetas militares pasaron por enfrente de las tribunas y fueron aplaudidas por las personas que levantaban sus gorras y las movían en círculos. Saqué el celular de nuevo y llamé a Eduardo. Hablaba con él cuando fui sorprendido por el B-52 que pasó a menor altura sobrevolando la tribuna una vez más.

 

– A la siguiente carrera si voy fijo. Me contás cómo le va a Montoya -, dijo antes de colgar.

 

– ‘Gentleman, start your engines’ -, se escuchó y de inmediato sonó el rugir de los motores.

 

Tomé un trago de agua y me senté frente a un hombre de pelo gris que bebió un sorbo largo de cerveza, aspiró la punta de un chicote de cigarrillo, lo tiró al suelo, exhaló el humo, sacó un celular del bolsillo de su pantalón corto y marcó un número. – ‘Hey Jack, you wont believe where I am’ -, dijo de forma efusiva sentándose en un cojín de plástico que yacía en la banca larga de aluminio. Su pelo gris lucía cortado a ras desde su cien hasta el borde de su corona, pero luego bajaba en una larga cola de caballo sobre su nuca roja quemada por el sol. Se volteó a mirar la tribuna y pude ver su piel achicharrada. Unas pronunciadas arrugas aparecían en su frente y el borde de sus ojos inyectados que enfocaron mi cuaderno y luego me miraron con curiosidad. Habló algunas otras cosas por celular y colgó. Al verme escribiendo en el cuaderno preguntó: – ¿Eres reportero?

 

– Sí.

 

– ¿Quién va a ganar?

 

– No sabría decir.

 

– A mi no me importa quién gane siempre y cuando sea un Chevrolet -, dijo volteando la mirada sobre el tablero vertical que indicaba los números de los ocho primeros clasificados.

 

Otros hombres con pañoletas en la cabeza, algunos con tapa oídos o audífonos de radio y varios más con las cabezas rapadas y tatuajes mal pintados, se inclinaron hacia la izquierda por donde venía el ‘pace car’ liderando el grupo de carros que pasaron en un juego de colores emitiendo rugidos al resonar de los motores. Algunos, entre ellos Montoya, zigzagueaba para calentar las llantas. Tomaron la primera curva, recorrieron el sector derecho del trazado a velocidad media, tomaron la curva de 95º, recorrieron el sector izquierdo del autódromo y se fueron aproximando hacia la recta principal. El ‘pace car’ se desvió entrando a ‘pits’ y la carrera se largó.

Vea más fotos en www.eduardobecharanavratilova.blogspot.com

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PERFIL
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Mi nombre es Eduardo Bechara Navratilova. Escribo como acto liberador que me ayuda a escapar del mundo, así termine volviendo a él. Me sirve para entender mis propios actos, aunque admito que acabo con más preguntas que respuestas. Tengo defectos despreciables, que dejaré al lector descubrir por si mismo. Detesto los trancones, las modelos y hacer fila en los bancos. Me gusta el fútbol y la rumba, me gusta la gente que persiste. Tengo los títulos de derecho (1999) y literatura (2005) en la Universidad de los Andes. La novia del torero, Editorial La Serpiente Emplumada (2002) y Unos duermen, otros no, Editorial Escarabajo (2006), son mis dos novelas publicadas. No tengo un peso en el banco, pero me he recorrido medio mundo en viajes. El ser humano y su comportamiento son mi tema de fondo.

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