Los más de cuarenta bólidos aceleraron emitiendo un rugido ensordecedor que hizo vibrar las tribunas de aluminio. El carro rojo de Kasey Kahne pasó como una ráfaga frente a mi espacio visual y detrás de él lo hicieron los demás vehículos. Montoya se vio como un fantasma, casi imperceptible a la vista. Un fuerte olor a combustible quemado invadió la tribuna, en donde algunos espectadores chiflaban levantando sus puños al aire. El estruendo se silenció y un bramido lejano acompañó a los carros que tomaban la primera curva y aceleraban intercalados peleando posiciones. La fosforescencia del número 42 en rojo que identificaba al carro de Montoya, era lo único que me permitía distinguir su figura lejana recorriendo el enorme triángulo.

 

Se acercaron una vez más por el inicio de la recta y el rugido se escuchó de nuevo. Sentí que mis tímpanos se rasgaban, pero pasaron tan rápido, que la sensación no duró más de unos cuantos segundos. El tablero electrónico redujo un número, indicando 199 vueltas por correr. La voz del narrador se hizo perceptible, al tiempo en que vi a Montoya intentando adelantar a un carro verde. Cuando pasaron por enfrente de nuevo, aún seguía por detrás. Kasey Khane se distanciaba de los demás a medida en que se corrían las primeras vueltas y el rugido iba y venia llenando de emoción a la tribuna.

 

Montoya adelantó al carro verde en la vuelta 26 y en la 27 vimos un polvero levantarse a lo lejos. Las pantallas mostraron a un carro saliéndose de la pista. Los comisarios sacaron la bandera amarilla y de inmediato los técnicos de cada equipo empezaron a hacer calistenia estirando los músculos de sus brazos y piernas. Los carros entraron a ‘pits’ uno detrás de otro. Montoya frenó en seco en su espacio asignado y una pequeña estela de humo se desprendió de sus llantas. Los mecánicos lo levantaron con el gato por un lado, le cambiaron las llantas con agilidad, corrieron hacia el otro lado y lo levantaron repitiendo la maniobra. Terminaron de llenar su tanque con un gran cilindro plástico y unos instantes después salió muy rápido al lado del carro número 19 de Elliott Sadler que aceleró superándolo.

 

Cuando el grupo volvió a pasar escoltado por el ‘pace car’, Kasey Kahne había perdido la punta con el carro número 48 de Jimmie Johnson. Montoya iba de diecisiete. La carrera se largó de nuevo y lo vi pasar por adentro a dos carros. La emoción infló mi pecho por un momento, haciéndome recordar épocas lejanas. En algún lado de la tribuna debía estar la familia de colombianos luciendo con orgullo la camiseta de la selección Colombia. Sería fantástico si Montoya estuviera pasando al primer lugar como solía hacerlo, me dije con añoranza, aunque luego pensé que de uno en uno podría ir buscando la punta.

 

Kasey Kahne volvió a pasar al primer lugar y el público vitoreó su maniobra. Montoya superó a otro carro al fondo del triángulo y cuando pasaron por enfrente de la tribuna, conté quince carros antes que el suyo. El rugir de los bólidos continuaba emocionando al público que vitoreaba su paso. Montoya adelanto a otro carro y luego a otro y a otro más. Iba de trece cuando volvieron a sacar una bandera amarilla en la vuelta 41 y los carros entraron de nuevo a ‘pits’. Hizo una parada muy lenta y varios competidores salieron antes que él. Cuando dieron la vuelta y pasaron detrás del ‘pace car’, me di cuenta que había descendido al puesto veintiséis. Maldije la hora en que me había ilusionado aunque fuera un poquito. Me culpé al haberme olvidado que el Montoya de hoy no es el Montoya de ayer, y que hay una distancia muy grande entre un ganador y un hombre que se conforma con cumplir un contrato. Recordé a un amigo que afirma desde hace tiempos, que el piloto colombiano perdió el ojo del tigre.

 

Cuando la carrera se reinició lo vi acercándose al carro de enfrente y me alegré de nuevo. Empecé a hacerle fuerza para que pasara otra vez. ¿Cómo podía hacerle fuerza otra vez? Éste maldito vicio de hacerle fuerza a Montoya es peor que cualquier otro, me dije al tiempo en que iba a verlo adelantar en la recta principal, pero Kyle Bush, el ganador de la carrera en Dover, chocó contra una barda protectora, sacaron la bandera amarilla y lo vimos pasar con el carro echando humo. Un fuerte olor a quemado invadió la tribuna. El ‘pace car’ entró de nuevo y vi que Montoya iba de veintiuno; su lugar de largada.

 

Limpiaron la pista, le echaron cal y pasaron tres camionetas con secadores poderosos soplando las suciedades hacia afuera. Se relanzó la carrera y Montoya adelantó un carro en la recta principal. Luego de algunas vueltas iba de diecisiete.

 

Sobre el lado derecho de la pista apareció una nueva polvareda, al tiempo en que la pantalla mostró a dos carros derrapando por fuera del asfalto. La bandera amarilla salió de nuevo, Montoya entró a ‘pits’, cambió las llantas, cargó combustible y salió. Al final de la línea un carro aceleró apurado encima de él y casi lo choca. Cuando volvió a pasar por enfrente conté que iba de trece. Una leve satisfacción me infló de nuevo. ¿Cómo puede ser posible? me pregunté una vez más, pero no logré responderme. Supongo que responde a ese sentimiento de todo ser humano cuando ha sido privado de algo que antes le pertenecía. Quizás sea la maldita negación que acompaña todo duelo la que tiene mis ojos nublados. Supongo también, que en esto no soy el único y que esa gran fanaticada que Juan Pablo tuvo alguna vez, también se muerde las manos cada vez que él tiene una mala tarde o no es ni la sombra de aquel ídolo que apuntaba para campeón del mundo.

 

Patrick Carpentier, contra quien Montoya había corrido en la Cart, pasó con su carro azul chocado. Lo estacionó en ‘pits’, se bajó sin mucho afán, se quitó el casco y caminó con la cabeza gacha en dirección a sus mecánicos.

 

– Este es otro de los que se debería devolver a su categoría anterior -, dijo el tipo con la camiseta de Kevin Harvick. Los lejanos bólidos seguían silenciosos al ‘pace car’. El hombre de cola de caballo levantó el codo acabando su cerveza de un sorbo largo. Tiró la lata en el suelo y se tambaleó al pisar mal un escalón. Destapó otra, extrajo un cigarrillo de una caja roja de marca ALL NATURAL NATIVE, lo prendió con un encendedor y aspiró, exhalando el humo para luego tomar un nuevo trago de cerveza. Sacó un celular, marcó un número, lo llevó a su oreja y gritó: – ¡Ahhhhhhhhh! ¡Escucha en donde estoy!

 

Estiró su brazo con el aparato en la mano y bebió de su cerveza, al tiempo en que los bólidos aceleraron a fondo en el reinicio de la carrera y el rugido ensordecedor invadió las tribunas. Cuando cesó volvió a poner el celular en su oreja y dijo: – No te puedo creer -. Se volteó a mirar un punto de la tribuna y detallé su piel brillante, el borde de sus ojos rojos.

 

Montoya perdió un puesto y algunos otros más, hasta que se estabilizó en el diecisiete y otra polvareda lejana se vio en el mismo punto de antes. La pantalla mostró a un carro que derrapó sacando a otros tres de la pista. Escuché los chillidos agudos de varias máquinas aprieta tuercas, que varios mecánicos probaban en los diferentes equipos, y vi a los ingenieros de Montoya alistándose para recibirlo en ‘pits’, al tiempo en que una gota de agua aterrizó en mi antebrazo. Levanté la cara sobre el sol picante que aún calentaba la tarde y vi descender del cielo gruesas gotas que surcaban el aire antes de posarse en la tribuna. Los comisarios de la carrera sacaron la bandera roja por lluvia y el ‘pace car’ entró a los ‘pits’ seguido de los carros en orden de carrera. Apagaron sus motores y el ambiente se silenció. Una parte del cielo estaba nublada y la otra no. El calor aún era intenso y los rayos caían con toda su fuerza quemando mis orejas.

 

Me distraje un rato analizando a tres hombres que llegaron con dos pacas de cervezas a donde estaba él de cola de caballo. Un tatuaje de ‘Sasquatch’ con un hacha en las manos y unas llamaradas de fuego, aparecía en el brazo de uno de ellos. Otro tenían uno mal pintado que decía: Rachele; y el último lucía un candado, pelo corto, gafas oscuras, gorra y una camiseta naranja de Tony Stewart en la que aparecía embutida su gran barriga.

 

Las gotas dejaron de caer al poco tiempo. Esperé durante algunos minutos en los que secaban la pista con las tres turbinas, tomando algunas fotos de la tribuna, hasta que se dio la orden y los corredores encendieron de nuevo sus motores. Aún tenía tiempo para ir a comprarme algo de tomar, pensé al ver iniciar la caravana detrás del ‘pace car’. Montoya estaba bien ubicado y aún faltaba más de mitad de carrera. Bajé por las escaleras hacia la parte inferior de las tribunas, en donde cientos de personas comían y quemaban el tiempo. Hice una fila y compré una Pepsi al tiempo en que oí que se relanzaba la competencia. Me apuré, subiendo por las gradas.

 

Los bólidos avanzaban a toda velocidad por la punta lejana del triángulo. Me senté en la banca de aluminio y tomé un sorbo de Pepsi que bajó refrescando mi garganta. Los primeros autos pasaron rugiendo por la recta, pero luego desaceleraron y vi a Montoya pasar frente a mí rodando de forma lenta con el costado izquierdo de la punta de su carro completamente averiada. Unas llamaradas salían por debajo extendiéndose hasta la parte de atrás. ¡Puta! ¡Puta! Que frene y salga rápido, grité hacia adentro. No puede ser que me toque ver esto, me dije, pensando que podía ser su final. Lo seguí con la mirada así como el resto de la tribuna lo hizo. Rodó hasta la salida de ‘pits’ con el vehículo envuelto en llamas, hasta que frenó en la pista y lo vimos bajarse con agilidad por la ventana del piloto. Caminó alejándose mientras que auxiliares y bomberos extinguían las llamaradas. ¡Maldita sea! El cuento de siempre. La pantalla mostraba al carro de Clint Bowyer derrapando en la entrada de la recta y el de Montoya embistiéndolo por un costado.

 

– Yo sé quién no está contento -, dijo el hombre con la camiseta de Kevin Harvick, señalándome con una risita entre la boca.

 

Los rayos del sol continuaban calentando la tarde. Humo gris salía del carro de Montoya a lo lejos. Los demás pilotos seguían al ‘pace car’. Entraban por la recta principal, por donde el carro de Bowyer era levantado por una grúa. Terminé mi Pepsi, ajusté mi gorra de Colombia con la visera hacia delante, recogí mi cuaderno de la banca, me volteé, caminé al lado del hincha de Kevin Harvick que estaba justo al lado de la salida y le dije: – Me largo. Todo esto es una mierda.

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